SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA
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Aquella mañana, acosada por la llovizna y envuelta en niebla, parecía raptada de la estampa de un libro de historias melancólicas. Era, simplemente, un fragmento de tiempo que se iba lejos, un pedazo de vida que se escapaba. Yo, caminante incansable, andaba por una de las calzadas sombrías del cementerio, entre árboles frondosos que agachaban sus ramas y criptas con nombres, apellidos, fechas y epitafios distantes y, quizá, no recordados, unas cubiertas con flores de efímera existencia y otras, en cambio, desoladas, entre los rumores y los silencios de la caducidad de la vida. El césped se encontraba alfombrado de hojarasca que, a veces, cuando estaba seca, el viento arrastraba en remolinos y dispersaba, igual que un artista cuando desliza el pincel, aquí y allá, sobre el lienzo, en un tropel de colores. Reflexionaba sobre la vida y la muerte, las luces y las sombras, el infinito y la temporalidad, mientras caminaba hacia el área de sepulcros antiguos que me interesaba admirar e investigar por sus esculturas, su historia y sus enigmas. Antes de llegar a la zona más añeja del cementerio, descubrí, ante una de las tumbas, a un hombre de mirada desconsolada y extraviada en un hondo vacío, quien abrazaba a cuatro niños -dos hombres y dos mujeres- que, similares a él, parecían sufrir la ausencia de la madre. Era tan joven, entonces, que imaginé, ipso facto, los sentimientos, el dolor y los pensamientos del hombre, quien, seguramente, recordaba su historia breve al lado de su amada ausente, los días y los años felices en el hogar, la aurora de su enamoramiento y el ocaso de un idilio que parecía llevarse vivencias y borrar la memoria. Era como si el hombre, silencioso, hablara a su enamorada: «cómo me duele ya tu ausencia, igual que a nuestros hijos que lloran y te esperan con angustiante impaciencia, a pesar del descanso evidente de tus entrañables despojos. En vano, mis hijos buscan a su madre y yo, sin encontrar consuelo, a mi esposa; mas tú, quien fuiste de virtud modelo, descansas bajo esta losa. ¿Cómo explicarles que abandonaste nuestro nido? ¿Por qué la vida, cuando más nos regalaba, se ha comportado tan ingrata? ¿De qué manera les diré que te has ido? ¿Cuándo despertaremos a tu lado en una existencia infinita». Cada uno, padre e hijos, depositaron puñados de flores blancas sobre la lápida que un día, a cierta hora, planteará más interrogantes que respuestas sobre la historia de ese nombre grabado con tanto dolor. Reflexioné acerca de la brevedad de la existencia y en la importancia de experimentar cada instante como si se tratara del último. Entregados a los deleites de la vida, olvidamos, en ocasiones, que aquí, en el mundo, hay un momento dedicado a la partida. He mirado tantos sepulcros abandonados, flores marchitas, pétalos yertos y gente que llora y luego, por alguna causa, se ausenta, que me parece ingrato desperdiciar la vida en asuntos baladíes. Estamos tan distraídos en ambiciones desmedidas, en enojos, en rencores, en apetitos incontrolables, en miedos, en envidias, en superficialidades, en competencias sin sentido y en estupideces, que los minutos se desvanecen y se llevan pedazos de nosotros sin darnos cuenta. Si alguna vez hemos de transitar a otras fronteras, ¿por qué olvidamos dejar constancia de nuestro paso inolvidable, grandioso e irrepetible por el mundo? Es nuestra vida terrena. Es nuestro momento. Es nuestra historia. Vivamos. Hagamos de nosotros, durante el paseo por el mundo, un personaje bello, cautivante, intenso e inolvidable. Dejemos huellas y recuerdos buenos. Así partiremos felices y satisfechos a otros planos y definitivamente no moriremos ni aquí ni allá porque, sin duda, el principio del infinito comienza en nosotros, con nuestros sentimientos, acciones y pensamientos.
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