SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA
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En mi infancia definí lo que tanto me encantaba. Recorro las estaciones del ayer, hasta llegar a la de mi niñez, cuando disfrutaba mis juguetes, correr, saltar y divertirme en la inmensidad del jardín y en los escondrijos y rincones de la casa, que entonces me parecían enigmáticos y grandiosos, quizá porque los consideraba -y así fue- mi hogar, mi mundo, mi escenario.
Jugaba intensamente con mis hermanos y con los pocos amigos que tenía -Geli y Lolín, quienes deben vivir en algún lugar de España, o Martha, Fabio, José y Antonio-, y si muchas ocasiones reíamos, otras, en tanto, como todo ser humano durante su niñez, reñíamos y volvíamos a convivir en paz. Inventábamos nuestras historias. De los sueños, de la imaginación, hacíamos juegos y realidades.
Fuimos personas, en diminuto, en masculino y en femenino, que lo mismo jugábamos a la maestra y los alumnos, al hogar o a un día de campo. Nos convertimos en gladiadores, viajeros, navegantes, deportistas, soldados, exploradores, astronautas, príncipes, jardineros y constructores. Reímos y lloramos. Fuimos personajes de nuestros guiones improvisados de la infancia. De esa manera construimos nuestros días.
En contraste con tanta alegría y libertad, con frecuencia sentía necesidad de recluirme, explorar, buscarme y descubrirme en mí, y también escribir y leer. No buscaba tanto la vida de religioso, como podría suponerse, sino la de místico, la de anacoreta, y así me volví, inclinación que combiné con mi pasión por la tinta y el papel, con mi urgencia de horadar, explorar, descubrir y analizar todo.
Me resultaba un deleite, en las reuniones familiares y en las fiestas, permanecer cerca de las personas de mayor edad y oír sus historias interminables. Escuchaba relatos acerca de mis antepasados, e imaginaba cada detalle de la epopeya que protagonizaron. Me sentía orgulloso. Necesitaba saber más.
En ocasiones, las personas a las que me acercaba, decían que era muy niño o adolescente, que no me aburriera con sus conversaciones, y me invitaban, por lo mismo, a que me integrara con otros menores de mi edad, con la intención de disfrutar sus juegos, sus bailes, sus competencias y sus diversiones; pero mi respuesta era que me agradaba escuchar las narraciones sobre mis antepasados y otras personas porque así aprendía mucho. Memorizaba los nombres, las fechas, los acontecimientos, que posteriormente anotaba.
Y así transcurrieron los años. Me acostumbré a explorar, lo mismo en cavernas y en ruinas, que en barrancos y en montañas, en desiertos y en selvas, en ríos y en mares, independientemente de mi búsqueda interior. He consultado libros de páginas amarillentas y quebradizas, documentos empolvados, lápidas tristes y olvidadas, anotaciones. Conozco el perfume de la desolación, del pasado y de las cosas que quedaron atoradas en estaciones lejanas. No me son extraños los epitafios, las incógnitas, los signos, los rumores y los silencios del pretérito.
Durante los paseos y las convivencias familiares, en mis viajes, en mi historia, siempre busqué, como hoy, respuestas a tantas interrogantes. Todo me asombraba y, en consecuencia, necesitaba escudriñar y conocer sus orígenes y sus finales, sus motivos y sus destinos.
Hace días, mientras consultaba y estudiaba copias de documentos del siglo XIX, relacionados con mi libro Columpio de remembranzas, no solamente descubrí que, a pesar de tantos años que he dedicado al tema, la investigación me abría demasiadas puertas a rutas inexploradas -algo natural en esta clase de tareas-; sentí, adicionalmente, una soledad abrumadora al darme cuenta de que estaba entre gente y asuntos que ya nadie recuerda y que, quizá, interesan a escaso número de personas.
Leí nombres y apellidos, fechas, datos, países, acontecimientos. Nunca antes había experimentado tal sensación. Fue como si la gente de antaño -mis antepasados y otros personajes- me agradeciera y reconociera la labor que realizo, con la diferencia de que parecía gritar que también viviera, que no olvidara disfrutar cada instante de mi existencia, en el mundo, con sus luces y sus sombras, porque todo pasa, lo que es hoy se vuelve mañana y las personas y las cosas -al menos sus historias- quedan en viejas estaciones, en baúles sellados, disueltas por la amnesia, rotas ante la desmemoria y la caminata del tiempo.
Esa noche, mortificado por tantas interrogantes, no dormí; además, me despertaron los sigilos y los susurros del pasado que me invitaba a no olvidar mi obra, pero tampoco a evadir mi responsabilidad humana de disfrutar la vida en armonía, con equilibrio y plenamente, recomendación que nunca he descuidado. Solicitó, el pretérito, que rescatara sus pedazos dispersos como homenaje a sus personajes, a los de entonces, en un servicio a las generaciones de la hora contemporánea y de los días que están por venir, con la idea de que conozcan las historias que fueron olvidadas, con la asimilación de las lecciones; sin embargo, tuvo la gentileza de exhortarme a vivir, a no morir con quienes, anticipadamente, en otra centuria, lo hicieron al acudir, puntuales, a su cita con el destino.
Y tiene razón el pasado, no es sano quedar atrapado entre sus escombros y sus sombras. Más allá de que uno, como escritor, se dedique a la investigación de temas de antaño, es recomendable admirar y disfrutar los amaneceres y los ocasos, el ir y el venir del oleaje de matices esmeralda y jade, la profundidad del cielo y sus nubes pasajeras de formas caprichosas, las gotas de la lluvia y las hojas que el viento desprende de los árboles, los copos de nieve y la arena, las cascadas y los ríos, los colores y los perfumes de la naturaleza, el encanto humano, los signos cautivantes de la creación. Es fundamental expresarse plenamente como la esencia infinita y la arcilla temporal que es uno, y trascender. Uno merece consumir cada instante con el sí y el no de la vida, siempre en busca de trascender. La vida invita a ser su amiga, su compañera, su aliada. Mi gratitud al pasado que me invitó a asomar a la vida y a disfrutarla en el presente.
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