Recuerdos: Diario de la Tarde. Advenimiento del 1910

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

La historia humana permanece disuelta entre la memoria y la amnesia, inscrita algunas veces en trozos de papel, ruinas y vestigios, y otras ocasiones, en cambio, perdida o escondida, extraviada en refugios que uno busca aquí y allá, y explora, cuando los descubre, un día y otro, sin tregua ni importar la hora.

Hay instantes en los que asoman fragmentos del ayer, pertenecientes a otra gente que tuvo nombres y apellidos, cuya ausencia apenas se advierte dentro de la trama de la vida y la dinámica del minuto presente que arrasa imágenes y recuerdos distantes, atorados en orillas rotas e irreconocibles o atadas en su naufragio irremediable.

Ahora, al revisar una de las páginas amarillentas y quebradizas del Diario de la Tarde, impresa en la aurora de 1910, en Morelia, capital de Michoacán, estado que se localiza al centro-occidente de México, encontré una nota que reseña una celebración de fin e inicio de año, como otras que se registraron en el mundo por el mismo motivo. El título de la publicación es Advenimiento del 1910.

El texto periodístico empieza casi poéticamente, con una reflexión con sabor a verdad y amargura: «un día, igual a otro, lo mismo que los meses, que los años, pero la humanidad no piensa que la aparición de un nuevo año significa el anuncio de que hemos descendido un escalón en la fatal escala que conduce al sepulcro, se regocija y alboroza, y con alegre entusiasmo saluda a la aurora del primero de enero».

Lejos estaba de imaginar aquella sociedad aristócrata que moraba en palacios con columnas, muros y pasillos de cantera, y salones lujosos, con fachadas, portones de madera y balcones con herrajes, que meses más tarde, casi al finalizar el año que festejaban, el 20 de noviembre de 1910, iniciaría el movimiento revolucionario en México, con sus luces y sombras, más allá del significado que le han dado, a través de las décadas, políticos, intelectuales y académicos con ciertos rasgos e intereses comunes.

La narración periodística refería que «Morelia no faltó a la mundial costumbre, y muchas fueron las casas en que se celebraron agradables reuniones para esperar el instante -las doce de la noche. en que se habían de cambiar cariñosas felicitaciones, para seguir después en regocijada animación, hasta que en el oriente apareció el primer destello de luz solar».

Y cita los templos virreinales, construidos, en amplio número, durante las horas y los días del siglo XVIII, incluso con antecedentes, algunos, de las centurias decimosexta y decimoséptima, que «desde las primeras horas de la noche se vieron llenos de fieles que iban a dar gracias por las mercedes recibidas en el año que expiraba, y en jardines, plazas y calles se notaba gran animación, contribuyendo a ello el H. Ayuntamiento que dispuso magnífica iluminación, serenatas y fuegos artificiales».

Así, el autor anónimo recuerda que «en el Salón Morelos, después del picante Granito de Sal, la empresa Alva y Cía. dispuso la exhibición de vistas cinematográficas novedosas y de actualidad, y en esta forma se esperó el 1910 que fue saludado con dianas y aplausos».

Hay que recordar que México se agotaba, entonces, con lo que la gente consideraba una dictadura que inició, en 1877, el general Porfirio Díaz Mori, quien favoreció las inversiones extranjeras, impulsó el ferrocarril y la arquitectura afrancesada, propició el latifundismo y descuidó, en tanto, a las clases menesterosas que trabajaban, en condiciones de esclavitud disfrazada, en haciendas, minas y cultivos de caña de azúcar y henequén, entre otros. México estaba fracturado. Ya venía enfermo e incompleto del siglo XIX. En 1910, los pedazos del país eran contrastantes y ya olía a descomposición social, a descontento, a rebelión.

No obstante, de acuerdo con la reseña publicada en el ejemplar de Diario de la Tarde, que en esa época costaba dos centavos, «entre las fiestas más notables, está seguramente el concierto y baile organizado por la familia López, y que tuvo verificativo en su casa, número 47 de la calle del Águila, habiéndose desempeñado con grande acierto todos los números» del programa, «ante el distinguido concurso de las familias invitadas a la fiesta».

Concluye la reseña y da a conocer, en dos partes, el programa cultural de la mencionada reunión, entre las que destacaron el Vals N° 1 de Durand, que tocó el señor Francisco Plata; Secreto, melodía de Tosti, que cantó el señor Francisco Alonzo. También aparecen en la lista, Canzone d´Azucena, de Verdi, que cantó la señorita López, junto con La Partida, de L.G. Urbina, Tosca y Pregiere, ambas de Puccini. Las cantaron el señor Adalberto López y la señorita Josefina López, respectivamente.

No faltaron, dentro del programa, Rapsodia Húgara N° 5, de Franz Liszt, interpretada por Francisco Plata, y Sprito Gentil. Favorita y Fantasía, de Donizetti, entre otras piezas clásicas.

Simplemente, el artículo Advenimiento del 1910, publicado en el Diario de la Tarde, en enero de ese año, es el relato de una fiesta privada, como tantas que se celebraron en Morelia, en la República Mexicana y en el mundo, con alegrías y tristezas, con esperanza e ilusión, con el sí y el no de la vida. Cada generación protagoniza su historia y enfrenta los desafíos de su propio destino.

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Fotografía: Cortesía de La Página Noticias/ Víctor Armando López Landeros

Recuerdos: Las paradas del tranvía

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

El 11 de agosto de 1910 -segundo jueves de aquel mes, por cierto-, el periódico El Pueblo, con circulación en la ciudad de Morelia, capital de Michoacán, estado que se localiza al centro-occidente de México, publicó un artículo que tituló Las paradas del tranvía, firmado con el seudónimo Ego, y que llama la atención por el estilo con que fue escrito y las costumbres de aquellas horas porfirianas.

El autor del texto, quien se definió asiduo usuario del tranvía y dueño de un pase que le facilitaba viajar por la ciudad en ese medio de transporte, relató que «salimos del Hospital. En la esquina inmediata, una señora obesa hace la señal para que el cochero pare, y en brincar los charcos y en subir el terraplén y que el conductor la ayuda a montar el coche, transcurren cinco minutos, detención que no es la única porque llegados a la esquina de El Pasajero, el coche que salió de San Pedro a su hora y que debería de cruzarse con el que yo ocupo en la Plaza de los Mártires, se dejó venir rumbo a la estación y hay que esperar a que pase para seguir la travesía, que a no ser tan flojo y tan pesado, me dieran ganas de continuar a pie…»

Uno, al leer la narración, imagina al hombre, también obeso como la mujer que abordó el tranvía en la parada El Hospital, lento y pesado en sus movimientos, quizá con el reloj de bolsillo en la mano, nervioso e intolerante, incapaz de caminar, con la prisa habitual de alguien que critica severamente la conducta humana y no aborda el transporte con mayor anticipación, sobre todo si era, como aseguraba, pasajero frecuente.

Continúa el autor del artículo con la explicación de que «pasamos, al fin, y no hemos caminado 100 metros cuando, desde la ventana, una señora ordena que se pare el tranvía; cierra la vidriera y tarda ocho o 10 minutos para salir, porque antes de hacerlo se puso el manto, se vio al espejo, se dio polvo, besó al chiquitín, le dio una receta a la vecina y a toda prisa dio sus órdenes a los criados».

¿Imagina el lector a este hombre, iracundo por la tardanza, el descuido y la torpeza de la gente, en complicidad con la calma del operador del tranvía? Irónicamente escribió, en la misma reseña, «y yo, ¡gozando!… Seguimos la ruta que está escrito tenga más estaciones que un vía crucis, y frente al Monte de Piedad detiene al coche un viejecito que ya al subir recuerda que olvidó el paraguas en el mostrador del establecimiento, y con su paso vacilante pero ceremonioso, va en busca de la prenda, y el coche lo espera a la puerta, como si fuera de su exclusiva propiedad; a la media cuadra siguiente, otro, amigo mío por más señas, detiene nuevamente el tranvía y tarda otros tres o cuatro minutos en acabar de hablar de algún asunto urgente con una persona que lo acompaña…»

Tras paradas continuas, acumulación de minutos perdidos, nerviosismo e intolerancia, el hombre confiesa que «así seguimos, con una detención en cada calle, hasta que llego al Bosque de San Pedro, cuando en la casa en que me habían invitado a comer, ya se está tomando el café; me mortifico, doy excusas, digo que ya comí y me quedo in albis«.

El autor del artículo quedó con la amargura y la vergüenza de llegar con retraso a una invitación y el apetito que, indudablemente, aumentó en cada parada que le representaba un coraje, un gesto, una crítica, y qué decir de la tardanza del tranvía en una calle en descenso.

Se preguntó, al concluir su texto, si sería posible que los habitantes de Morelia aprendieran a abordar los vehículos con brevedad, seguramente con el malestar que le enseñó, fuera de su publicación, a tolerar las costumbres de la gente, salir más temprano de su casa para llegar puntualmente a sus citas o enfrentar su obesidad y flojera y caminar por las callejuelas. Después de todo, quien conozca los puntos de referencia que dio en agosto de 1910, tres meses antes del inicio de la Revolución Mexicana, sabrá que no se trataba de una distancia imposible de recorrer a pie.

En fin, son historias que se repiten en una época y en otra, prueba de que mientras la ciencia y la tecnología avanzan y se aplican en las actividades cotidianas, como el paso de los tranvías a otros medios de transporte más modernos, las costumbres y los hábitos, en muchos pueblos, difícilmente cambian; aunque el relato retrata, igualmente, las costumbres y la tranquilidad que prevalecía en aquella ciudad durante la aurora del siglo XX.

Gracias a ese relato, publicado en El pueblo, copia que gentilmente me compartió mi amigo Gerardo Torres Calderón, hoy recorrimos y conocimos, en el tranvía moreliano, con aroma a provincia, la vida cotidiana de otra época, la de 1910, con el agregado, en la página donde se imprimió el texto, de la venta de dos máquinas de escribir «muy baratas», una Remington 7 y una más, Smith Premier 4, propiedad del periódico, y en la parte superior, en el extremo izquierdo, una publicidad más, correspondiente a la Lotería de la Beneficencia del Estado de Michoacán, que el 18 de agosto de 1910, sortearía 10 mil pesos, con la advertencia de que si no se vendiera el número premiado, el dinero se repartiría al público. ¿A quién? No lo menciona. Solo se da a conocer, en la publicidad enmarcada, que el precio del billete era de dos pesos y que habría, adicionalmente, 200 números de a 50 pesos cada uno para los documentos cuyas dos últimas cifras fueran idénticas a la del premio mayor.

Fueron otros días, los de antaño, en una época en la que el poder lo ostentaba, desde 1876, a través de diversas reelecciones, el general Porfirio Díaz Mori, estadista que favoreció e impulsó las inversiones extranjeras, el ferrocarril, el latifundismo, la arquitectura afrancesada, el desarrollo de México, con el descuido total de las clases sociales menos favorecidas, como las familias que trabajaban en las haciendas, en los cultivos de henequén y caña, en las minas, en condiciones esclavistas e infrahumanas. La gente, en las ciudades, seguía fiel a sus costumbres, asuntos cotidianos y tradiciones; aunque algo flotaba en el ambiente nacional, aquí y allá, tal vez como preámbulo del descontento y el estallido social que inició el domingo 20 de noviembre de 1910.

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Foto: cortesía La Plana Noticias/ Víctor Armando López Landeros

Vicente Segura, «El Niño de Oro»

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Relataban los abuelos que años antes del movimiento revolucionario de 1910, cuando las calles teziutecas, en la sierra norte de Puebla, exhalaban el aroma de la fruta que abundaba en las fincas, de las tejas mojadas y de las macetas de barro que adornaban los balcones con herraje, los moradores, asombrados, presenciaban el paso airoso de un niño de bucles de oro, muy hermoso, con aspecto de príncipe, que vestía trajes de terciopelo con cuello blanco, inmaculado y de encaje, con zapatillas de charol y hebillas de plata, quien era acompañado, durante las mañanas nebulosas y frías, por un hombre de edad avanzada, su sirviente, cuyas grandes patillas y sombrero singular cautivaban la atención.

Niño elegante, aquél, que el viejo asistente acompañaba hasta el colegio, alguna casa o el templo y que contrastaba con los hombres y mujeres de gran refinamiento que vestían de acuerdo con las modas porfirianas y parisinas, y con los arrieros que guiaban y gritaban injurias a sus mulas cargadas con bultos pletóricos de chiles secos, café, maíz, tabaco y vainilla, y embestían o salpicaban de lodo a los infortunados que encontraban a su paso.

Desde las casonas con balcones o enrejados, las niñas y adolescentes lo miraban y suspiraban ante su paso, acaso porque les recordaba alguna de las estampas o uno de los personajes nobles que leían en sus libros de cuentos e historias durante las noches de neblina y lluvia. Parecía, aseguraban, un personaje de encanto que se había transformado en realidad. Transitaba por las callejuelas empinadas y cubiertas de neblina.

Lo mismo las familias linajudas que las que menos recursos económicos poseían, se preguntaban sobre la identidad de aquel niño de aspecto principesco, quien se encontraba hospedado con sus parientes en una de las casas ricas de Teziutlán, Puebla.

Si había, en aquella época porfiriana, una familia, la de los Castillo, que la gente apodaba “Los Burros de Oro”, a éste, al pequeño con aspecto de monarca, le denominaron “El Niño de Oro”, y no solamente fue por sus rizos dorados, sino por su alcurnia y riqueza.

Ante la cabalgata del tiempo, los teziutecos se enteraron de que “El Niño de Oro” era hijo de un matrimonio acaudalado de Pachuca, Hidalgo, cuya bonanza de la Compañía Minera de San Rafael y Anexas les brindó tan privilegiada posición social. Ellos, el padre y la madre, murieron jóvenes y quedó como tutor del infante heredero el magnate minero José de Landero.

A pesar del aislamiento habitual del cautivante personaje infantil, algunos mozalbetes privilegiados entablaron amistad con él; mas un día, por alguna causa, sus familiares abandonaron Teziutlán y nadie supo su paradero, hasta que al cabo de los años, cuando la etapa porfiriana se mecía en su ocaso, los habitantes de la Perla Serrana se enteraron de una noticia que acaparó su atención: “El Niño de Oro”, el elegante y pequeño príncipe que coexistió con ellos en el pasado, se llamaba Vicente Segura Martínez y era, para sorpresa de todos, célebre torero en México y España.

Dueño de una fortuna inmensa, Vicente Segura Martínez arriesgaba su vida y toreaba al lado de grandes figuras mexicanas y españolas. Disfrutaba, entonces, el dulce sabor de la fama y la opulencia. La gente argumentaba que era un ser extraordinario, un personaje envidiable, un hombre dedicado a su pasión. Hombre él, decían, de leyenda.

Si en Pachuca moraba su abuela tan amada, su espíritu aventurero lo motivó a estudiar en el Colegio Militar y también en un instituto norteamericano. Tuvo a su disposición una cuantiosa fortuna e incluso le perteneció la Hacienda de Guadalupe, en el estado de Hidalgo.

Discurría la primera década de la vigésima centuria, cuando en Pachuca se le veía en un automóvil italiano, conducido por un chofer, sobrino, por cierto, de un cardenal; pero también era del conocimiento popular que él, Vicente Segura, tenía gran inclinación por los toros y la charrería. Así, cuando tenía 24 años de edad, tomó la alternativa en México de manos de Antonio Fuentes Zurita un 27 de enero de 1907, de modo que durante la tarde del 6 de junio de aquel año, encontrándose en Madrid, España, se le concedió el título de doctor en tauromaquia.

Fuentes Zurita lo apadrinó en España, teniendo como testigo a Ricardo Torres “Bombita”. Tuvo una brillante participación en un cartel que compartió con Fuentes, “Bombita” y “Machaquitó”.

Nadie desconocía que en España, antes de su retorno a México, era admirado por condesas y duquesas, quienes le expresaban su amor; pero también fue evidente que compartió cacerías con parte de la corte de Alfonso XIII.

Ya en México, el torero Vicente Segura ofreció una corrida inolvidable, e incluso solventó dos trenes de recreo para que los otros, sus amigos que vivían en Pachuca, Hidalgo, asistieran y compartieran con él su triunfo.

Un día, cuando inició la Revolución Mexicana, Vicente Segura, “El Niño de Oro”, renunció a su romance con la celebridad y la fortuna material, al grado que optó por las arma. Invirtió en la formación y el equipamiento de una brigada revolucionaria, que fue conocida como “Hidalgo”, y en ocasiones, seguramente en su honor, “Torera”, la cual luchó en La Huasteca y se unió a las fuerzas de Pablo González.

Sus contemporáneos manifestaban que a diferencia de otros personajes acaudalados que estaban conformes con Porfirio Díaz Mori en el poder de la nación porque su permanencia les garantizaba la oportunidad de continuar incrementando sus fortunas, él, “El Niño de Oro”, decidió participar en el movimiento revolucionario.

Hay que recordar que de acuerdo con el censo de 1910, el 75 por ciento de los mexicanos eran analfabetos. De los 15 millones de mexicanos, únicamente el 25 por ciento moraban en las zonas urbanas, mientras el resto de la población era rural.

Discurrían los meses de 1911 cuando Vicente Segura se incorporó al movimiento maderista y fue Venustiano Carranza quien le confirió el grado de general. Cambió el semblante de la fama por el de la batalla.

Conoció el fragor de las batallas, el aroma de la sangre, el sabor del peligro. A sus experiencias de niño acaudalado y consentido, de torero aclamado, se sumaron las de revolucionario.

Al concluir, por fin, el movimiento revolucionario, decidió regresar al Teziutlán que alguna vez ya distante, en los minutos de su infancia, lo acogió con amor y asombro, y allí, en la Perla Serrana, ofreció una corrida. Los hombres que antaño, en la infancia dorada, convivieron con el afamado heredero, ex revolucionario y torero, lo saludaron con emoción y revivieron, juntos, la epopeya que compartieron.

Relata la historia que en octubre de 1921 regresó a lo que tanto amaba, a los toros, reapareciendo en la temporada de 1922. Destinaba sus honorarios de torero a obras de beneficencia.

En la época en que reinició su carrera de torero, la correspondiente a la década de los 20, los generales revolucionarios, los que supuestamente lucharon por causas justas, estaban empeñados en arrebatarse el poder a cualquier precio, mientras él, “El Niño de Oro”, repartía su riqueza a quienes más lo necesitaban.

Con un pasado de leyenda, Vicente Segura, “El Niño de Oro”, instaló su despacho en la casa que perteneció al acaudalado Pablo Escandón, y así partió un día, como todos, con la novela de su existencia. El huérfano y heredero niño de bucles de oro que sintió la llovizna teziuteca, el torero que experimentó la emoción del peligro, el joven con aspecto de príncipe que arrancó suspiros a las doncellas acaudaladas y linajudas de España, el revolucionario que solventó el equipamiento de su brigada, quien nació en Pachuca, Hidalgo, el 12 de diciembre de 1883, murió en Cuernavaca, Morelos, el 20 de marzo de 1953, llevándose en su memoria la experiencia de haber sido un personaje irrepetible. Partió con un costal pletórico de anécdotas, capítulos, experiencias e historias con más valor que la fortuna que acumularon sus antepasados.