Oliva, la artesana de los rebozos

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Entre ciencia y arte, realidad y sueños, historia y modernidad, los rebozos han sobrevivido a través de las centurias, al grado de ser hoy signo emblemático que distingue a las mujeres mexicanas en el mundo. Es vestimenta femenina, símbolo del más puro mexicanismo.

Originaria de Aranza, poblado de origen purépecha enclavado en el municipio michoacano de Paracho, al centro occidente de México, Oliva Hernández recuerda que a los 13 años de edad solía reunirse con una señora que le enseñó a elaborar rebozos, artesanía que desde entonces abrazó con pasión. Presintió que los lienzos de tela, elaborados matemáticamente y con arte, formarían parte de su vida. Sí. Era adolescente, casi niña, cuando supo que un día, en la ancianidad, tendría una historia que contar.

“Permanecía durante horas al lado de esa señora, en total silencio, como si formara parte de los hilos, de los tintes naturales, porque me sentía atraída por el encanto y la magia de la creación”, reseña.

Otras niñas permanecían en las trojes de madera, en las casas de adobe, en la campiña, en las callejuelas o en el atrio, mientras “yo consumía m infancia en el aprendizaje, en la ansiedad de sustraer los secretos de los telares para elaborar rebozos con los diseños que ya se encontraban en mi mente”, platica Oliva.

A sus 78 años de edad, relata que todavía elabora rebozos -“ya no como antes, cuando los hacía en una semana, porque ahora necesito mes y medio para crear uno”-, y que ella crea los diseños. “Un rebozo de mi creación requiere 230 pares de hilos”, asegura la mujer, quien refiere que también teje blusas, vestidos, mantelería y servilletas, entre otras piezas artesanales que embelesan.

Cuenta los hilos antes de insertarlos en el viejo telar, pero también traza las imágenes decorativas que surgen de su imaginación, como si se tratara de una ecuación matemática al servicio del arte popular.

Oliva es uno de los personajes de Aranza, pueblo donde los rostros conservan el perfil y la esencia purépecha, terruño que huele a tradiciones, a pesar de que los aires de la modernidad intentan rasguñar y confinar al olvido las costumbres, lo que los ancestros legaron a sus descendientes uno, otro y muchos días.

Recuerda que le fascinó tanto la elaboración de rebozos que él, su marido, le exigía que renunciara a esa labor artesanal; pero «yo cumplí mi responsabilidad como madre de familia y, a la vez, rescaté la labor que casi estaba extinta en mi pueblo».

No recuerda su edad con precisión, acaso porque los años representan un peso inútil para quien los toma en cuenta, quizá por estar distraída en contabilizar hilos, tal vez por ser lo que menos importa cuando la vida tiene un sentido mayor y pleno. Abre los expedientes de su vida y rememora, en consecuencia, los días fugaces de la infancia, cuando paseaba por la campiña, cortaba flores y mezclaba los juegos e ilusiones con las fórmulas gastronómicas de su madre y las abuelas.

En la cocina, donde se reunían las mujeres purépechas de su familia, quienes relataban historias, ella, Oliva, percibió el aroma de la leña al consumirse por el fuego, miró la lumbre abrazar las cazuelas de barro que contenían alimentos, recetas ancestrales, fórmulas naturales.

Al mirar los trozos de leña envueltos en las llamas, hasta reducirse en cenizas, entendió que las horas de la existencia son breves y hay que darles, por lo mismo, un sentido real.

Oliva tiene prestigio en Aranza, entre la comunidad purépecha, donde por generaciones ha formado tejedoras de rebozos; además, ha obtenido diversos premios y reconocimientos en el tianguis artesanal de Domingo de Ramos, en Uruapan, y en el de Pátzcuaro con motivo de las celebraciones de muertos, entre otros.

Acompañada de su hija, Genoveva Zacari Hernández, manifiesta que aunque no ha recibido reconocimiento por parte de las autoridades como cocinera tradicional purépecha, en Aranza tiene prestigio por el mole que prepara, junto con otros platillos indígenas como churipos.

La edad no es obstáculo cuando hay proyecto de vida, pues a pesar de las enfermedades, Oliva es una de las mujeres que el día 25 de diciembre de cada año participa en la elaboración de 25 cazuelas con mole, precisamente con la intención de celebrar al Niño Chichihua -Niño Chiquito-, imagen con antecedentes coloniales que anualmente transita de una familia carguera a otra.

Es reconocida por los platillos que elabora. Lamenta que las autoridades no la hayan tomado en cuenta como cocinera tradicional, a pesar de que la gente le ha comentado que esos programas no son tan auténticos porque tienen dueños y se manejan de acuerdo con intereses ajenos a los del pueblo.

Con 65 años como artesana, Oliva ha sido reconocido dentro del programa Grandes Maestros Artesanos y Artesanas, evidentemente por la calidad de los rebozos que manufactura, por ser tejedora, por sus diseños originales y por transmitir las técnicas ancestrales a una multiplicidad de generaciones.

 

Hija de un hombre que cultivaba maíz y frijol, y que poseía panales de los que extraía miel que envasaba en latas que comercializaba en los pueblos, y de una mujer que le transmitió los secretos gastronómicos de sus antepasadas, Oliva no se concibe sin sus rebozos.

 

Maneja con destreza el telar de cintura -patákua-, pero también el español de pedales; ahora da clases a tres de sus hijas y a sus nietas de 9, 11 y 13 años de edad para que igual que ella, en el taller casero, elaboren rebozos.

 

Los de ella no son rebozos de aroma o luto, piezas casi extintas que otrora utilizaba el pueblo mexicano para amortajar cadáveres. Tampoco son piezas comunes ni ayates en los que las mujeres indígenas envolvían a sus niños. Aquellos forman parte del ayer, de los otros días, de la historia. Heredó la fórmula secreta para su realización. Los que llevan su sello son auténticos, diseñados y elaborados por una mujer purépecha que mezcla técnicas ancestrales con su inspiración.

 

Sopla el viento otoñal que arrastra consigo el frío que se avecina porque eso, en verdad, son los ciclos de la vida. Oliva vive porque es mujer productiva, por estar dedicada a lo que le apasiona al lado de su familia, por conservar sus tradiciones, por aportar en vez de arrebatar, y por eso perdurará su recuerdo cuando su estancia en Aranza se convierta en historia.