Más calzado que senderos y caminantes

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Soy caminante. Siempre lo he sido. Me gusta andar aquí y allá, en un lugar y en otro. Disfruto la belleza y la majestuosidad de los paisajes; aunque también escudriño los detalles que descubro a mi paso. Exploro otros destinos. Estos días de mi vida, he mirado gran cantidad de calzado y pocos caminantes hacia la cumbre. Hay exceso de zapatos, en minúsculas y mayúsculas, y tantas huellas que apenas es posible adivinar que se trata de multitudes que transitan ciegas e insensibles, transformadas en números y estadísticas, hacia rutas comunes, diseñadas para los rebaños humanos que dedican los años de sus existencias a consumir, acumular, encerrarse en burbujas de estulticia y superficialidades, y gozar sin amor ni sentido. Veo gran cantidad de zapatos, en femenino y masculino, por rumbos que parecen seguros y, paradójicamente, son inciertos. Pocos son los viajeros que se atreven a dar pasos por iniciativa propia y buscan otros senderos, itinerarios que los conduzcan a cimas que acaricien el cielo. Son quienes tienden puentes y retiran las enramadas, los abrojos y las piedras del camino, y dejan huellas indelebles para que otros, los que vienen atrás, las sigan. Toman el timón con firmeza y seguridad, a pesar de las tempestades de la noche y de los mares impetuosos que invitan al naufragio. Observo innumerables zapatos, en fino y en popular, revueltos, como ha acontecido con aquellos que cubrieron su esencia con paladas de lodo y piedras que engañan y aparentan ser diamantes y minerales preciados. En la senda común, descubro el teatro de la vida, con exceso de asientos para los espectadores que rehúsan protagonizar una historia, una epopeya, y un escenario dividido en tres, uno para los actores que se presentan dignos, libres, justos, dadivosos, honestos y con el resplandor de su belleza interna; otro dedicado a las marionetas que ellos, los titiriteros, manipulan desde un espacio cómodo y hacen creer al público que son criaturas genuinas; y el que está reservado a los poderosos, a aquellos que se dedican a arrebatar, causar daño y acumular poder y riquezas materiales. En los pasillos y en el vestíbulo, también encuentro innumerables pares de calzado, en académico y analfabeto, acaso porque quienes los portan olvidaron trazar sus propios itinerarios, quizá por formar parte del inacabable proceso de masificación que condenará y exterminará a la raza humana, tal vez por eso y por más. Soy caminante. Contemplo más zapatos que hombres y mujeres dispuestos a escalar, construir escalinatas, desafiar abismos, tender puentes, conquistarse a sí mismos y dedicar sus vidas al bien, la verdad, el amor, la justicia, la dignidad, el respeto, la armonía y la libertad. Veo más calzado que rutas y caminantes.

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Entre montañas y pueblos

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Es un lienzo, una sinfonía, un poemario. Es, para los seres humanos, el regalo de la vida, el arte de Dios transformado en mural de intensa policromía, en poema y en formas, en canto y en notas magistrales, en fragancias y en texturas.

De pronto, el escenario natural se convierte, ante la mirada, en trozos de cielo, en fragancias y en suspiros del paraíso. Todo rima y es verso en la naturaleza, concierto y pintura que cautivan, forma y lenguaje que uno siente en sí y alrededor.

Abrazar un árbol, mezclar los pies con el barro y hundirlos en un riachuelo, equivale a fundirse con la creación, sentir el pulso de la naturaleza, experimentar las caricias de Dios y de la vida, escuchar sus voces y sus sigilos, ser uno con el todo.

Hemos caminado, el equipo de expedición y yo, durante horas, un día y otros más, entre bosques de coníferas, donde los abrazos y las caricias del viento helado sonrojan la cara, y uno, al encontrarse en la cima de alguna montaña, contempla los pliegues del escenario, como si alguien, al moldear el paisaje, hubiera creado figuras y siluetas caprichosas.

El espectáculo resulta imponente. A cierta hora, el cielo arde y se decora con tonalidades amarillas, doradas, naranjas y rojizas, como al inicio, mientras las aves, en parvadas, retornan a sus nidos, a sus refugios, en las frondas de los árboles y en los acantilados.

También hemos sentido la mirada del sol ardiente que, mezclado con las ráfagas de aire, impregnan en nuestros rostros y manos fragmentos de tierra y polvo, compañeros inseparables de huisaches, nopaleras, magueyes y cactus.

Las entrañas de la tierra, con sus hendiduras y salientes, aparecen con paredones rocosos y arrugados, donde se ocultan murciélagos y otras especies, e invitan a horadar y explorar las profundidades que nadie sospecha, donde los colores se desdibujan y se tornan negros y el oxígeno se confunde con gases.

Uno admira el paisaje y camina entre árboles, piedras, manantiales y hierba, al lado de lagos, con la mochila a la espalda y una canasta pletórica de aventuras e historias, porque si la existencia, por sí misma, es grandiosa e irrepetible, andar en las profundidades de los barrancos, escalar paredones escarpados de piedra, hundir los pies en el barro y en los ríos, llegar hasta la cima, descubrir parajes insospechados, observar la belleza de las flores minúsculas y de los helechos e introducirse a las entrañas de la tierra, regala el placer de adelantar, en pedazos, la hermosura y el prodigio de otros paraísos.

Estos días, he andado entre cumbres y desfiladeros, con los brazos, las manos y el rostro maquillados por el sol y rasguñados por ramas, insectos y varas. He retornado a parajes naturales, como lo hice en la niñez y en la adolescencia, e igual en los años juveniles, con la pasión de escribir y protagonizar capítulos intensos y agregarlos a la historia de mi vida.

Y si me es tan apasionante andar entre piedras, desfiladeros, hondonadas, cumbres, lagos, cascadas, bosques y riachuelos, o contemplar los amaneceres con sus fragancias y policromía, y, por añadidura, las horas del anochecer, bajo la pinacoteca celeste decorada con la luna e innumerables luceros, también me encanta andar en los pueblos, en las aldeas, en los caseríos, y entrar a las casas de adobe con tejabanes, a las cocinas con hornos rústicos y cazuelas de barro en las paredes, al lado de gente de campo, con sus historias, costumbres, leyendas y tradiciones.

Me encanta la gente de las montañas En las aldeas, mientras las mujeres elaboran platillos al más puro mexicanismo -en molcajetes, cazuelas y ollas de barro, metates y comales-, uno escucha, ausentes de superficialidades, pláticas amenas e historias legendarias, costumbres y remembranzas que los dibujan y retratan.

No soy magnate ni dispongo de tiempo ante la cantidad de proyectos y tareas que debo cumplir durante los años de mi existencia; al contrario, alguna vez perdí todo lo material y cada día enfrento el reto de inventar mi vida.

Por diferentes motivos, mi biografía contiene lapsos que me alejan de la estridencia, los aparadores y las luces de las ciudades, pautas que me llevan a parajes recónditos, escenarios insospechados, donde me refugio voluntariamente y experimento una e incontables aventuras.

Estos días me he ausentado y, por lo mismo, no he publicado los textos de mi autoría, que ahora escribo en mi cuaderno de notas, en hojas sueltas, en páginas que enumero; pero no olvido mis obras, mi arte, ni tampoco a mis lectores queridos.

Tengo la encomienda de escribir un libro turístico sobre algunos pueblos y ciertas regiones naturales, y necesito entregarme, en consecuencia, a esa responsabilidad y tarea,

Siempre, cuando exploro e investigo, regreso a los lugares, al lado de su gente y su naturaleza, con sus colores y fragancias, y más tarde, al concluir mi labor, me voy, busco el aislamiento, el silencio, acaso por ser hombre subterráneo y tratarse de mi esencia, probablemente por la necesidad y urgencia de reconstruirme, quizá por el anhelo de reencontrarme conmigo, tal vez por todo y por nada.

Me han acompañado dos fotógrafos excelentes y un amigo que ha dedicado los años de su vida al turismo; pero también he viajado aparte, acompañado de mi mochila e itinerario de trotamundos incansable.

Hoy, desde algún rincón de la ciudad, en mi destierro voluntario, asomo por una de las ventanas y, al contemplar las montañas azuladas por la lejanía, me parece escuchar el crujido de la hojarasca al pisarla, los rumores y los silencios de la fauna y la flora y el concierto de la vida incesante en cascadas, ríos, lagos, helechos, flores, hojas, cortezas, hongos y orquídeas.

Y aquí estoy, con mis letras y mi vida, entre recuerdos y vivencias, dispuesto a continuar con mi arte y mi historia, a pesar de las ruinas de una sociedad deshumanizada y los despojos de maldad, odio, tristeza y violencia que descubro en las calles, con personas distraídas en aparatos que sustituyen la compañía, los sentimientos y las ideas reales, más felices de ver un automóvil de lujo o una joya tras los cristales de un aparador, que la hoja dorada y seca que el viento arranca y mece suavemente hasta la alfombra amarilla, naranja, rosada y rojiza que, más tarde, a cierta hora, dispersa aquí y allá.

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Texto: Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Fotografía: Lázaro Alejandre Gutiérrez

Abismos y puentes

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Al caminar por el mundo, he comprobado una y otra vez que si uno encuentra abismos, barrotes, fantasmas y fronteras, son los que se diseñan y construyen desde el corazón y la mente. Si uno desea conquistar la cima y trascender, es fundamental tender puentes, destruir celdas, diluir espectros y desmoronar muros. Es preciso mirarse de frente y enfrentarse a sí mismo, reconocerse dentro de su silencio y soledad, ser libre, actuar con determinación y luchar con pasión por los sueños y aspiraciones, a pesar de enfrentar creencias, costumbres, dogmas, intereses, prejuicios y tabúes. Es grande no aquel conformista que se sienta porque el orden social le dicta costumbres y reglas que debe seguir ciegamente, sino quien se atreve a volar auténtico y libremente, cambiar las cosas para bien y volver realidad sus sueños, ilusiones, anhelos y promesas.

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