Cuando me di cuenta

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

Derechos reservados conforme a la ley/ Copyright

Cuando me di cuenta, ya se habían desvanecido los instantes, las horas y los días de enero, igual que partieron, antes, los meses y los años de mi historia, quizá porque la vida de uno anda de una estación a otra, indiferente y sin apegos, entre un suspiro y muchos más. Cuando me di cuenta, el sol asomaba por mi ventana y luego, horas más tarde, la luna y las estrellas hacían lo mismo, quizá con la idea de arrullarme, tal vez con el objetivo de avisarme que los momentos de mi existencia huían, escapaban, como los minutos del reloj, y era perentorio, por lo mismo, experimentarlos plenamente. Cuando me di cuenta, ya habían transcurrido los años azules y dorados de mi infancia querida e inolvidable, con sus sueños, realidades, inocencias, juegos e ilusiones, como aconteció, igualmente, con mi añorada y feliz adolescencia. Después vino la juventud y, cuando me di cuenta, la primavera empacó todo su equipaje, con los innumerables capítulos de mi biografía, y empezó a ceder sus espacios a la madurez. Cuando me di cuenta, ya era un hombre maduro, un ser humano con historia, una persona que cargaba recuerdos y vivencias, alguien con incontables ayeres, un presente que se consumía y un futuro incierto. Cuando me di cuenta, las flores del jardín estaban marchitas e innumerables rostros tan amados ya no estaban conmigo. Faltaban nombres y apellidos. Me sentí solo. Cuando me di cuenta, los pequeños de apenas ayer, habían crecido y estaban preparados para ocupar nuestros sitios. Comenzaban a sustituirnos. Cuando me di cuenta, distinguí que el invierno estaba próximo y que, en consecuencia, debía experimentar cada instante en armonía, con equilibrio, plenamente, siempre con el amor, el bien y todo lo bueno de la vida. Cuando me di cuenta, debía elegir la derrota, el minuto postrero, o seguir la caminata, realizarme y evolucionar, convertirme en una sinfonía magistral o, simplemente, en una obra mancillada por una serie de notas discordantes. Cuando me di cuenta.

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¿A qué hora estábamos tan ocupados?

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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¿A qué hora estábamos tan ocupados que no notamos que el amor, el bien, la paz y lo más hermoso de la vida escapaban igual que las gotas de agua se fugan del lago que otrora, enamorado, reflejaba las frondas de los árboles y el encanto del paraíso? Alguien robaba nuestros tesoros mientras nos distraía con el resplandor de las apariencias y de la fugacidad. ¿En qué momento perdimos la alegría, el respeto y la libertad? ¿Dónde olvidamos lo que era tan nuestro y nos ayudaba a descubrirnos y a navegar a rumbos infinitos? ¿Cuándo permitimos que alguien, y otros más, confundieran nuestros sentimientos, ideales, creencias, planes, sueños y pensamientos, a cambio del maquillaje corriente y malsano de la estulticia, la barbarie y la superficialidad? ¿En qué minuto de la mañana, de la tarde, de la noche o de la madrugada quedamos rotos, vacíos y solos? Si sabíamos que en nuestro interior moran el alma inmortal y el palpitar de la vida, ¿por qué concedimos a otros el privilegio de mancillarnos y hurtar los tesoros que poseíamos? ¿En qué instante fuimos capaces de aceptar la pérdida de equilibrio para caer desgarrados? ¿Por qué temimos a una élite, a las peores criaturas de la especie humana, y les dimos permiso de afectarnos con epidemias, crisis, guerras, sequías, contradicciones, miseria, hambre y escasez? ¿Por qué se los permitimos? ¿En qué lapso del día, en qué fecha, a qué hora, los dejamos convertirse en dioses, manipular la vida y destruirnos? Y si advertimos que sus sistemas, humanoides e inteligencias artificiales afectarán a millones de personas en el mundo, porque sabemos que los avances científicos y tecnológicos no los utilizan para bienestar y progreso de la gente, ¿con qué intención les hemos abierto las puertas a lo que somos y a lo que nos pertenece? ¿En qué segundo les autorizamos denigrar, ridiculizar, dividir y enfrentar a las familias, junto con el bien, la verdad y todo lo bueno? ¿Por qué elegimos apetitos incontrolables, la opción de enriquecernos sin importar empobrecer y lastimar a otros, los espacios para actuar estúpidamente y presumir tanta arrogancia y, a la vez, lo diminutos que somos sin esencia ni valores? ¿En dónde estábamos cuando alguien, y otros más, nos denigraron, robaron y destruyeron? ¿A qué hora sucedió? ¿En qué estábamos tan entretenidos?

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Simplemente, Javier Magaña Junez, el amigo inolvidable

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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In memoriam

La muerte tiene sus propios rumores y silencios, sus motivos y sus sentidos, sus encuentros y sus desencuentros. Solo hay que perder el miedo y descifrarlos para entender su significado. Su lenguaje no es para todos. Hay que explorarlo y comprenderlo con la intención de aprender y repasar que la vida, en el mundo, es demasiado breve y escapa siempre entre un suspiro y otro, a veces, por cierto, con la interrupción de un proyecto biográfico.

Hay quienes, al morir, simplemente se marchan igual que como llegaron, ausentes de banderas y de itinerarios, frecuentemente en hondos vacíos, en el destierro, y su imagen se desvanece pronto, mientras otros, en cambio, permanecen en los sentimientos, en la memoria, acaso por su calidad humana, probablemente por lo que significaron, quizá por sus detalles hermosos, seguramente por una historia compartida, tal vez por ese motivo y por más.

En ocasiones, al permanecer frente a un ataúd o una cripta, el lenguaje y los signos de la muerte parecen invitar a vivir. Sí. La caducidad, la finitud, la temporalidad, hablan, a pesar de sus constantes sigilos, con la intención, parece, de que nadie olvide que la vida pulsa en uno, en cada detalle de la creación, y que es preciso, por lo mismo, aventurarse a experimentarla en armonía, con equilibrio y plenamente, y hacer de la biografía personal una historia maravillosa, inolvidable y mágica.

Ayer, en la mañana, cuando recibí la noticia sobre la transición de mi amigo y compañero de tantas jornadas periodísticas, Javier Magaña Junez, lo recordé como el ser humano grandioso que fue. Repasé las conversaciones, los encuentros, los detalles y las historias compartidas, y volví a descubrir a un hombre resplandeciente, siempre interesado en hacer el bien, en dar lo mejor de sí y en participar diariamente en la construcción de un mundo más amigable.

La mayoría de nuestros colegas, en el ámbito periodístico, le llamaban «Gordito» -en México, mucha gente tiene la costumbre de nombrar a otros por sus apodos-, mote que todos pronunciaban con el cariño que les inspiraba; él y yo, sencillamente nos identificábamos con bastante aprecio y solíamos decirnos «amigo», y en verdad lo fuimos.

Innumerables ocasiones he escrito y declarado que la amistad es algo más que un encuentro, una casualidad o un saludo; se trata de una historia compartida, episodios mutuos en las horas amargas y en los períodos de dulzura. Es acompañarse por las rutas de la existencia, en un rincón y en otro del mundo, con las luces y las sombras que forman parte de la dualidad.

Un día, Javi tuvo la amabilidad y el detalle de asistir a la presentación de mi libro El Pájaro Lizzorni y la Niña de Cartón, y hasta adquirió un ejemplar y esperó su turno para que yo, como autor, se lo autografiara. Prometió leerlo y guardarlo siempre entre sus cosas queridas, como lo hizo con nuestra amistad. Un par de días más tarde, al coincidir en alguna actividad periodística, me compartió su idea de escribir un libro, noticia que me causó alegría. Lo felicité.

Mi amigo, el irrepetible, singular e inolvidable Javier Magaña Junez, era capaz de renunciar a alimentos, comodidad, tiempo y cosas para ayudar a un amigo, a un compañero, a quien necesitara de él. No se le veía con apariencias, como resulta tan común en la hora contemporánea. Ah, y además ya incursionaba como actor. Hace poco le pregunté si él escribía sus guiones. Sonrió y dijo: «amigo, los escribo, pero me encanta improvisar».

Si me solicitaran resumir en un párrafo a Javier Magaña Junez, lo definiría como un amigo en lo humano, en lo real, no en las tramas enredosas y superficiales que suelen publicarse en las redes sociales, en las que tanta gente intercambia abrazos, besos, imágenes, consejos y mensajes positivos, mientras en los hechos se aborrecen y demuestran lo contrario. Era alegre, demasiado emotivo, amable, bueno, ocurrente, auténtico, soñador y realista, culto, profesional, sencillo, bromista, honesto, leal y respetuoso.

Recuerdo que se preocupaba si no podía ayudar a alguien. Indudablemente, cada uno de sus amigos llevamos en nosotros un pedazo de él y somos inmensamente ricos, aquí y allá, hoy y siempre, porque existe un vínculo inquebrantable que en verdad nos identifica en este mundo y en otros planos.

Mi amigo era un hombre joven, con un proyecto de vida que se percibía confiable y grandioso. Emocionaba al relatar sus anécdotas e ideas. Me hubiera encantado mirarlo un día, en el futuro, con la realización plena de todos sus planes, sueños e ilusiones. Lo hubiera abrazo y le habría dicho: «se pudo, amigo querido. Eres admirable. Te felicito». No obstante, a veces la muerte toca a la puerta a una edad temprana, y rompe a la gente y la deja incompleta. Estamos tan acostumbrados a las presencias físicas, que duelen las ausencias.

Amigo Javi, gracias por tus detalles, por todo lo bueno de ti que hiciste favor de ofrecerme, y también por la enseñanza que me dejaste con tu vida ejemplar y de tanta sencillez. Seguramente, donde te encuentras, iluminarás a otros seres con tu esencia. Gracias, en verdad. No te olvidaré. Solo se trata de una pausa, amigo querido, tú lo sabes. El principio de la inmortalidad empieza cuando alguien, por ciertos motivos, inevitablemente mora en los sentimientos y en la memoria de otros. Y tú, amigo, estás presente en nosotros.

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Las llaves

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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Conservo las llaves que pertenecieron a mi padre y a mi madre. Alguna vez, hace años, decidí guardarlas como se protege algo tan querido. Las llaves de mi padre, lo acompañaron cotidianamente, cómplices y fieles a su historia de hombre bueno y sabio, en sus ocupaciones y en sus descansos, en sus mañanas y en sus tardes, en sus compañías y en sus soledades, en sus alegrías y en sus tristezas, en sus realidades y en sus sueños, mientras envejecía silenciosamente y se acercaba a su minuto postrero, al lado nuestro, sus cinco hijos, y de mi madre que tanto lo amó, y también de sus libros, sus creaciones y sus inventos. También fueron las llaves de mi madre, sus compañeras irrenunciables que, calladas, conocieron sus andanzas de mujer dedicada a su marido y a sus hijos, a sus plantas y al canto, a la música y a la convivencia familiar, a su dulzura y a su gesto amable, a lo que parecía tan suyo, al mismo tiempo que se le iban los años. Las llaves de mi padre y de mi madre, no volvieron a abrir ni a cerrar las habituales cerraduras que les resultaban tan cercanas. Esas llaves fueron parte de dos vidas humanas, dos personas, un hombre y una mujer, que se enamoraron e hicieron de su amor una familia, un linaje, una epopeya. Abrían y cerraban el hogar, la casa, donde protagonizábamos y compartíamos una historia, innumerables motivos, muchas razones, un destino. Las llaves no solamente abrían y cerraban las puertas de un inmueble, de una casa establecida en cierto domicilio. Eran el medio que facilitaba el paso a lo que resguardaba la casa. No eran simples llaves. Representaban la entrada a la casa, al hogar, al recinto familiar, a las páginas de nuestra historia, a las cosas que formaban parte del mundo que diariamente construíamos. Y así transcurrieron los años, hasta que una madrugada y una mañana de un año y de otro, mi padre y mi madre transitaron a otro plano, y dejaron sus llaves, sus inseparables piezas metálicas que abrían las puertas de su pequeño mundo, del rincón que transformaron en cielo, de su hogar, de su paraíso, con todo lo que significó para ellos. Miro mis llaves. Al introducirlas en los cerrojos de las puertas, facilitan mi acceso a casa, a mi taller de artista, a lo que forma parte de mi existencia cotidiana, y no me doy cuenta, acaso por estar tan ocupado en lo que es tan mío, en mis delirios y en mis motivos, pero también, como mi padre y mi madre, consumo mis días y mis noches, mis tardes y mis madrugadas. Me pregunto si una mañana, una tarde, una noche o una madrugada, al pasar por la transición, alguien tomará mis llaves, las guardará y de improviso recordará que eran mi paso al mundo diminuto y privado que formé, a la casa que fue testigo de mi historia, de lo que tanto quise. y de la gente que siento en mi alma, en mi ser, en mi interior. Las llaves no únicamente significan la apertura a un sitio; se trata, parece, de la oportunidad de entrar y salir, una y otra vez, a la casa, al hogar, a la familia, a lo que es tan amado.

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Silencios

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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Hay silencios en el amor y en el desamor, en las risas y en e llanto, en los negocios y en los asuntos cotidianos, en las profundidades y en las superficialidades, que dicen tanto, que alivian o lastiman, que liberan o atrapan. Exhiben u ocultan todo o nada. Lo que callan las palabras, el silencio lo expresa, lo delata, lo revela. Sí. El silencio es un lenguaje enigmático que no todos saben interpretar cuando musita. Es preciso saber escucharlo, entender sus sentidos y sus motivos, comprender sus significados. Callar significa, a veces, desamor, incomprensión, desinterés, y, en ocasiones, aceptación, tolerancia, resignación. No pronunciar palabras, es, quizá, síntoma de orgullo, soberbia, resentimiento, egoísmo, venganza, desprecio o miedo, o, probablemente, equivale a la prudencia, a la reflexión, al asombro, al espacio que se necesita dentro del bien y del mal. Ciertos silencios necesitan intermediarios, algún traductor, mientras otros, en cambio, son tan claros y directos o conducen a las soledades y a sigilos que parecen distantes. Unos silencios los provocan las ausencias, con sus dolores y sus misterios, y otros, en tanto, las presencias, con todo lo que son. Existen silencios buenos y malos, pacíficos y agresivos, consoladores y también confinados al desconsuelo. Tras un acto humano, amoroso o heroico, un acontecimiento o la narración de un episodio, surge una pausa, un sigilo, como también aparece después de un crimen, una muerte o una noticia terrible. El mal, el pavor, la tristeza, el odio y la cólera paralizan la voz, le arrebatan sus notas, las palabras que arden en el fuego o se congelan en el hielo yerto. Abundan silencios que asfixian, confunden o enredan. Los hay, igualmente, que consuelan y enseñan. El silencio es, adicionalmente, idioma y suspiro de Dios, de las estrellas, del universo, del alma, de la creación y del infinito, en su dualidad del bien y del mal, y cada uno, desde el peldaño de su evolución, vibra con lo que anhela para sí. En la naturaleza y en las estaciones se distinguen pausas y silencios. Estamos rodeados de silencios, nos encontramos inmersos en sigilos, unos que dan vida, otros que matan. El silencio rompe ataduras y celdas o encarcela y tortura. Me gusta el silencio interior, el de los místicos, el de los buscadores de la luz y la verdad, no el sigilo que es cómplice de fechorías y de lo baladí. Los silencios entre un movimiento y otro, en los conciertos, en las sinfonías, en las obras literarias, me emocionan y los siento en mí. Me agrada el silencio de los artistas legítimos y naturales, cuando se inspiran y crean, seguramente porque emulan a Dios. También me fascina el silencio de los que se aman en cualquiera de sus expresiones. La vida y la muerte poseen sus silencios. Los silencios callan y dicen tanto. Somos criaturas hechas con pedazos de silencios, fragmentos de sigilos, y trozos de lenguajes y susurros.

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