¿A la basura?

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

Derechos reservados conforme a la ley/ Copyright

En la hora presente de nuestras existencias, cuando viajo, me traslado por la ciudad, consumo alimentos o café en algún restaurante, o me encuentro en una sala de espera, en una plaza comercial o en cualquier espacio público, incluidos los vestíbulos de los museos y de las galerías de arte, los auditorios en los que se presentan conferencias, las salas velatorias y los sanatorios, miro con preocupación a hombres y mujeres, principalmente jóvenes, inmersos en un mundo alterno que ellos, los dueños del poder global, han diseñado, a través de una ciencia servil y mercenaria, con la intención de mantener distraídas, inútiles, estúpidas e ignorantes a las multitudes.

Como escritor me pregunto, en el caso del arte, si tantos millones de personas, aquí y allá, en todo el mundo, se interesarán en la lectura de libros, en la ciencia, en las novelas y en los cuentos, e incluso en una pintura o en un concierto, reflejo de la inspiración, la sensibilidad y el talento de ciertos seres humanos irrepetibles y extraordinarios, cuando ya se dispone de equipos y sistemas artificiales que dan respuesta a las incógnitas y tienen capacidad de crear y responder acerca de todos los temas, aunque carezcan de esencia y sentimientos, ausencia que ya se identifica con las generaciones desposeídas de sí, con aquellos que han sido saqueados en su interior y no perciben que solo les queda una cáscara pasajera que hasta perforan y tatúan por simple moda pasajera.

Los descubro tan enajenados y distraídos en tantas estupideces que, finalmente, la basura acumulada a una hora, otra y muchas más, repercute en sus sentimientos, ideales, raciocinio y conductas, al grado de que me pregunto qué será de la humanidad dentro de un lustro o una década. No soy de los que acostumbran a expresar que todo, en el pasado, fue mejor, porque reconozco que la historia de la humanidad es compleja, más por ella que por causas externas; sin embargo, al examinar, construir y analizar los escenarios de los próximos años, defino un panorama complejo que, definitivamente, no resulta alentador.

Estoy seguro de que, intoxicados de tanta pereza mental, innumerables personas deambularán por los parajes del mundo como parias, mutilados racionalmente e incapaces de hablar correctamente, alejados del aprendizaje, carentes de sentimientos e ideales, ausentes de familia y vacíos de sí, con los únicos deseos de satisfacer necesidades biológicas, apetitos primarios e impulsos brutos.

Entre el ocaso de la década los 80 y la aurora de la de los 90, en el inolvidable, complejo e irrepetible siglo XX, escribí acerca de quienes llamé la generación perdida. Lamentablemente, los acontecimientos y la realidad me concedieron la razón. Ahora, tres décadas más tarde, ¿qué puedo manifestar ante muchedumbres que parecen no experimentar sentimientos nobles y son incapaces de pensar, crecer y aportar para bien de la humanidad, la naturaleza y el planeta?

Al hablar con ellos, resulta un fastidio entablar una comunicación en la que parecen no entender ni interesarse en los temas que se les trata, con un lenguaje totalmente ridículo y actitudes de molestia, desdén, ignorancia, desinterés, monotonía y pereza. Me pregunto, entonces, ¿será esa clase de gente la que aporte lo mejor de sí al mundo? ¿Tendrán capacidad de leer un breve relato literario, admirar la belleza y profundidad de una obra pictórica o escuchar un concierto magistral y sublime?

En este caso, es deplorable conceder la razón a quienes, desde las instituciones y las organizaciones económicas, sociales y financieras del mundo, argumentan que la humanidad ha producido mucha basura inútil que solo consume, motivo por el que es preciso, en consecuencia, eliminar a la mayor parte de la gente. Parece cruel y desgarrador, pero las sociedades de rebaño -acaudalados y pobres, académicos y analfabetos- están propiciando su destrucción y la de otros.

La televisión, el internet y las redes sociales, entre otros medios masivos de comunicación, enseñan a la gente a no esforzarse, a normalizar el mal, a deformar el lenguaje, a rechazar a la familia, a perder sueños e ideales, a no luchar por sus proyectos, a consumir, a sentirse realizada con modas y cosas materiales, a exigir derechos y a desdeñar las obligaciones y las responsabilidades. No se trata de las personas que nosotros, los artistas, intelectuales y científicos honestos, necesitamos para difundir nuestras obras y, juntos, participar en la construcción de sociedades más justas, nobles y prósperas.

No obstante, renacen mis esperanzas, como escritor, cuando en las rutas de mi existencia coincido con hombres y mujeres jóvenes interesados en el arte, en el conocimiento, en el aprendizaje. Es gente que, a pesar del remolino que parece afectar a todos para tragarlos y procesarlos, tiene esperanzas e ilusiones, sueños e ideales, motivos y proyectos.

En contraparte, en diferentes lugares del planeta, coexisten jóvenes honestos e íntegros, educados con valores, dedicados al estudio y al trabajo, con proyectos, ideales, sueños e ilusiones, quienes forman una minoría, un grupo que, sin duda, coadyuvará a restaurar un mundo que cada día luce más desgarrado, con una humanidad mutilada espiritual, menta y físicamente. Ellos son nuestra esperanza y es un orgullo cuando se interesan en algún libro, en el aprendizaje, en la productividad, en el bien colectivo, en la familia, en la naturaleza. No todo está perdido ni irá a la basura.

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Cualquier día

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Una mañana, al despertar, al retornar de los sueños, o una noche, antes de dormir, alguien asoma al espejo y descubre su aspecto, los ojos tristes y apagados que miran, sorprendidos, el cabello encanecido, la piel arrugada y ausente de lozanía, presagio de un final no tan distante, Los años transcurrieron implacables, casi imperceptibles, hasta cincelar y pintar el rostro con los tonos otoñales o de invierno. El hombre o la mujer, ante su imagen, totalmente irreconocible, se descubre por primera vez, acaso sin sospechar que ya los años desdibujan la estabilidad de su organismo, probablemente envuelto en los temores que surgen al comprobar, en uno, la caducidad de la existencia, la improbabilidad de un porvenir grandioso, o quizá acosado por una, otra y muchas dudas, o tal vez por todo y nada o por la angustia de definir las siluetas, el pulso y las sombras de la hora postrera. Si tal persona se encuentra inmersa en lo baladí y lo superficial, llorará, sufrirá y de inmediato tomará la decisión de rejuvenecer artificialmente, esconder su edad e incluso adquirir ropa diseñada para otras estaciones; pero si ha evolucionado y, por lo mismo, asimilado las lecciones, entenderá que si la apariencia física, como el arreglo, es importante, más lo es hacer un paréntesis para efectuar un balance y reconstruirse, enmendar el mal y seguir y aplicar el bien, perdonar a los demás y a sí mismo, sonreír, amar y siempre, a pesar de todo, desbordar lo mejor para bien suyo y de la gente que le rodea y encuentra a su alrededor. Nunca es tarde, en verdad, mientras exista la posibilidad de comenzar de nuevo. Los días de la existencia son tan breves, por increíble que parezca, que escapan de un instante a otro, entre un suspiro y alguno más que ya no llega. Y no se trata, como actualmente lo inculcan quienes suelen invitar a la gente, a las multitudes, a derrochar los años de la existencia en conductas aberrantes y de desecho, en estupideces y superficialidades. Hoy, al voltear a nuestro alrededor, notamos que las sociedades, en el mundo, incluyen a pobres y acaudalados, profesionistas y analfabetos, en un juego perverso, demasiado tramposo, en el que se comportan igual, casi con las mismas tendencias, irracionalmente, a excepción de los estilos que implican las posibilidades económicas. Alguien, con poder e influencia en el mundo, desde hace tiempo, acorde con sus planes crueles, los ha aplicado gradualmente y con cierta intencionalidad, y así regaló a gran parte de la humanidad la idea de que la vida es una y hay que vivirla irresponsablemente, para lo que volvió a las multitudes en consumidoras de lo desechable, en criaturas de plástico, en hombres y mujeres de apariencias, en muñecos que el titiritero controla de acuerdo con sus intereses y caprichos, en seres humanos de uso rápido igual que cualquier producto que se come y se arroja su envoltura a la calle o al basurero, en personas egoístas y ausentes de sí, transformadas en más arcilla que en esencia. Desequilibraron a millones de personas que hoy transitan confundidas, atrapadas en apetitos que se tiran una vez que son satisfechos. Y desde hace años, las generaciones de la hora presente -jóvenes, adultos de edad madura y ancianos- creen que el suyo es el período más pleno dentro de la historia y la trayectoria de la humanidad, seguramente sin percibir que alguien abrió los corrales con el objetivo de que todos, agotados por la miseria de otros días, consuman, se endeuden, pierdan sus valores y se desboquen enloquecidos, hasta precipitarse al abismo, vacíos y miserables. El cabello encanecido, las arrugas y la mirada cansada, deben estimular otra clase de vida. Son válidos la apariencia personal, el arreglo y la buena presencia, en la medida de lo posible; sin embargo, si alguien desea trascender y, en consecuencia, ser pleno, feliz, auténtico, digno y libre, debe buscarse a sí mismo, no en los reflejos de los aparadores, sino en su interior, donde reposan incalculables riquezas. La gente joven que suele criticar, burlarse y odiar a los ancianos y que alguna vez, a cierta hora, en una fecha no lejana, si acaso sus días se alargan con salud, llegarán a tal edad, están a tiempo de enmendar el camino y ser personas inolvidables, grandiosas e irrepetibles. Y quienes hoy, al despertar, o antes de dormir y entregarse a los sueños, descubrieron que el tiempo y la vida tallaron los primeros jeroglíficos de su paso, sin duda tienen oportunidad de descender en alguna estación y buscar un destino con verdadero sentido existencial. Nunca es tarde para cambiar y evolucionar, aunque se trate del último día en la vida.

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