SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA
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Y la miré, una y otra vez, en la rampa de una plaza comercial en la que los niños se deslizaban y jugaban alegremente, inmersos en su mundo de fantasías, ilusiones y diversión. Ella permanecía acostada, bocabajo, con el libro extendido en el suelo, entregada a la lectura e indiferente a la algarabía y a la convivencia infantil. En femenino y en masculino, los pequeños se sentían libres y plenos. Ensayaban la trama de la vida.
Me reconocí en ella, en su esencia y en sus rasgos, en su mirada y en su perfil, en sus motivos y en sus pasiones. La vi. Entendí que se trataba de un ser libre, maravilloso e irrepetible, dos generaciones después de mí, con otro nombre, uno de mis apellidos, en femenino y en minúsculas, y con una identidad propia.
Leía Mujercitas, obra literaria que Louisa May Alcott publicó en 1868. Se sintió profundamente cautivada e inspirada desde las primeras líneas. Una hora antes, en las calles y en los rincones céntricos, históricos y pintorescos de la ciudad, descubrió la librería mientras caminábamos y me pidió entrar con la intención de revisar cada obra y elegir una.
Sentí retroceder a mis otros años, a mi historia, a mi biografía, hasta las décadas de mi niñez, cuando, en el centro histórico de la gran ciudad donde vivíamos, pedía a mi padre visitar las librerías, recintos con aromas de papel y tinta, en los que consumíamos incontables horas de aquellas tardes inolvidables de compañía, plática y convivencia. Así, mi padre me compró mis primeros libros que gradualmente se sumaban a los de la biblioteca familiar.
Mi madre no se salvaba de mi amor por los libros. Cuando iba por nosotros al colegio, frecuentemente le pedía ir a la papelería, un establecimiento comercial bien surtido en el que había un área dedicada a la exhibición y venta de libros, e igual que lo hizo la pequeña conmigo, yo le solicitaba que me comprara los títulos que me interesaban.
Ella, la niña, igual que yo, expresó alegría, curiosidad y emoción al revisar cada libro, hasta que, finalmente, descubrió Mujercitas, la obra que alguna vez prometí regalarle. Reconoció el título porque se trata de un ser humano que posee una memoria extraordinaria. Y se lo compré con el orgullo y la satisfacción de que en la familia que un día, a cierta hora, fundaron mi padre y mi madre, existan personas, en minúsculas, proclives al arte, a la ciencia, a los libros, al conocimiento.
Igual que yo, en la plaza comercial, sintió mayor atracción por la lectura que por el juego. Sin renunciar a la diversión, me interesaba más crear arte, explorar, seguir las letras, involucrarme en el conocimiento y experimentar que andar detrás de un balón, un carro o unos soldados. Y aún así tuve tiempo para jugar, imaginar, crear y pensar.
A sus diez años de edad, ella, Laura Giselle, me ha platicado que, en el colegio, todas sus compañeras le entregan mensajes en hojas de papel y en tarjetas con la intención de solicitarle que acepte su amistad. Les parece interesante, supongo, la presencia de un ser humano distinto e intenso que sabe jugar y divertirse, habla con propiedad y respeto, no insulta y expresa sentimientos nobles e ideas extraordinarias, como se lo inculca su madre, otro ejemplo de mujer que enorgullece a toda la familia.
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