Temor en los estantes

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

Derechos reservados conforme a la ley/ Copyright

Los libros permanecen en los estantes, acomodados pacientemente en algún momento, con la esperanza y la ilusión de que alguien -un intelectual, un estudiante, un académico, un lector, un transeúnte- siga, en sus páginas, las letras y las palabras, con sus sensibilidades y sus razones, sus motivos y sus rutas, sus exposiciones y sus destinos; sin embargo, transcurren los minutos y las horas que, inesperadamente, se convierten en días, en semanas que, gradualmente, apagan, en las hojas de papel, el optimismo de ser elegidos.

Miran, desde los cristales de la librería, los otros negocios -agencias automotrices, boutiques, cantinas, joyerías, restaurantes, zapaterías- y suspiran, una y otra vez, al descubrir que la gente entra y sale, indiferente a la lectura, acaso por la prisa que invade sus vidas, quizá por el desinterés en la cultura, tal vez por tantos motivos que uno desconoce.

Huele a papel y a tinta, a conocimiento y a imaginación, a formalidad y a sueños, a investigación y a inspiración. Conducen, sus letras, a senderos y destinos insospechados; pero otros -la mayoría- prefieren la marca del calzado para andar y dejar huellas endebles o seguir a quienes son moda y tendencia, convencidos, adicionalmente, de que la gente ya no lee. Huelen a sabiduría, a evolución; sin embargo, se comercializan más los perfumes fugaces, atrapados en cristales, con marcas de prestigio. Aman a los niños, a los adolescentes, a los jóvenes, a la gente de cualquier edad, a quienes abrazan y regalan sentimientos e ideas; aunque las multitudes rechazan los amores y los apegos del arte, la ciencia, la tecnología y el conocimiento en general, acaso porque les resulta más atractivo distraerse en la comodidad de las superficialidades y la ignorancia, quizá por creer muchos que vale más una noche de apetitos desbordantes, trivialidades e infidelidad que horas nocturnas en compañía de las letras que abren las puertas al infinito.

Ciertas horas se dedican al estudio, al trabajo, a la diversión, a la convivencia y al descanso, lo saben las obras que permanecen reunidas en las las bibliotecas y en las librerías; no obstante, los momentos de lectura parecen desterrados de los menús de la vida cotidiana. No es tanta la gente que lee. Algunos libros de papel y de tinta moran en bibliotecas, en librerías, en tiendas, en espacios que muy poca gente visita, mientras otros, en cambio, se refugian en planos digitales, en mundos cibernéticos, en una lucha contra la inteligencia artificial, el uso inadecuado de las redes sociales y otras funciones que parecen decirles que ya no se les necesita en el mundo, que ya quedaron rebasados y forman, en consecuencia, parte de historias y recuerdos que nadie desea conservar.

También, en los estantes de las casas, los libros sienten temor porque la gente suele tirar a la basura los objetos que no les son útiles, las cosas que no les interesan. Algunas personas los conservan como reliquias, quizá en el nivel de adornos y trofeos de caza o tal vez para demostrar y presumir que leen; sin embargo, ese tipo de coleccionistas podría sustituirlos por botellas de licor o por fetiches de moda. Su posesión de libros es simulación.

Extrañan los libros a los lectores que viajaban en los tranvías, en las bancas de los jardines, en algún espacio de la casa, en las aulas, en una cafetería, en la comodidad de la sala, en cualquier lugar y a toda hora. Añoran a los padres y a las madres que, amorosos, leían cuentos, historias y relatos a sus hijos pequeños durante las noches de tempestad. Desean mostrar sus textos, las historias y los argumentos que resguardan, para caminar, en una hermandad genuina, al lado de hombres y mujeres.

Los libros se sienten nerviosos e inquietos. Saben que quienes pretenden apoderarse de la voluntad humana y de las riquezas materiales del mundo, ejercer control absoluto sobre todos los pueblos, no son amigos de la cultura y, por lo mismo, prefieren que las multitudes vivan en la ignorancia. Llegará una fecha, sin duda, en la que los libros se prohíban en los hogares, en las escuelas, en todas partes, y que aquellas obras que se publiquen, solamente contengan doctrinas impuestas por una élite perversa con la intención de manipular y controlar a la gente.

Confían, los libros, en ser rescatados por gente evolucionada y con capacidad de defender el conocimiento, el arte, la cultura. A pesar de las modas, las imposiciones, las tendencias, las doctrinas retrógradas, la enajenación y las políticas represoras, siempre hay hombres y mujeres, en todas las generaciones, comprometidos con el bien y la verdad. Los libros esperan, impacientes, que la gente despierte del letargo individual y colectivo que, más tarde, se convertirá en sometimiento. Por su cultura, saben que a la humanidad le esperan las fauces temibles de una época oscurantista. Hay incertidumbre en los libreros.

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Lecturas

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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Leo desde que era niño. Mi promedio de lectura siempre fue un libro semanal; aunque confieso que, ante el exceso de compromisos y trabajo, actualmente requiero unos días más para concluir las obras. En la casa solariega, mi padre y mi madre organizaron una biblioteca en la que había libros que trataban una multiplicidad de temas, desde arqueología, religiones, filosofía, medicina, arquitectura, paleontología, aviación, biografías, viajes, antropología y recetas gastronómicas, hasta relatos, novelas, cuentos, poemas, arte, historia, guerras y revoluciones, ciencia, tecnología, barcos e incontables temas, sin faltar, desde luego, la colección de discos, las revistas temáticas, los rompecabezas, los aviones de dos alas armados a escala, algunos retratos y los adornos. Era un sitio bastante tranquilo.

En mi infancia, llovía bastante. Enfermaba con frecuencia y pasaba días enclaustrado en casa, en el hogar, donde me sentía tan dichoso -sin duda más que en el colegio- y aprovechaba los minutos y las horas para leer, jugar, escribir e imaginar. Era parte de mi pequeño mundo, en aquella niñez azul y dorada que viví con intensidad y que, a veces, añoro por lo que significó y por los personajes grandiosos que me acompañaron y que influyeron en mi existencia.

Seleccionaba los libros con cuidado y daba vuelta a las páginas con una caricia, modales propios de quienes, antes y entonces, amábamos los libros. Con gran deleite miraba las imágenes -dibujos y fotografías- y avanzaba en la lectura, ávido de conocimiento. En la soledad del recinto y en el silencio que prevalecía, aprendí cada momento y, también, me di cuenta de que el conocimiento posee tantas puertas que resulta imposible apropiarse de la sabiduría en una o en más vidas.

Nunca renuncié a la lectura; al contrario, cada día aumentaba el acervo bibliográfico. Con los libros, he sido príncipe y pordiosero, guerrero y defensor de la paz, navegante y piloto, soldado y pirata, artista y científico, hombre y mujer, niño y anciano, porque en los relatos, en las novelas y en los cuentos, verbigracia, uno es todos los personajes; además, se trata de obras literarias que enseñan mucho y explican lo que de otra manera requeriría tratados interminables.

Confieso que no fui un estudiante destacado, y tampoco tuve maestros inolvidables, de esos profesores que en sus cátedras dejan mensajes que impactan y de alguna manera influyen en los discípulos, razón por la que quizá he anhelado impartir clases y dejar huellas indelebles y palabras motivantes en los alumnos.

Recuerdo que era demasiado joven cuando, un día, en determinada clase, el profesor solicitó a los alumnos la elaboración de un pequeño ensayo acerca de cierto tema. Consulté algunas obras y platiqué con mi padre. Finalmente, redacté el trabajo escolar, el cual, por cierto, provocó que el maestro, quien pertenecía a un partido izquierdista en Italia, encolerizara, al grado de que me puso una mala nota, y todo fue por analizar y plantear, en mi documento, que pronto se derrumbaría el Muro de Berlín, cambiaría la entonces configuración de la Unión Soviética y las naciones se globalizarían de acuerdo con un plan maestro por parte de una élite con poder económico, político y social; también escribí que dentro de tal proyecto tan cruel y perverso, destacaba la denigración gradual y permanente de la familia y de las instituciones, hasta propiciar su desgarramiento, lo que provocaría vacíos peligrosos para la humanidad.

Enfadado y sin seguir la lectura de mis análisis, argumentos y conclusiones, el profesor, quien ya entonces tenía los ojos inyectados de sangre y el rostro enrojecido por el enojo, comentó que mi trabajo era una farsa y que, por lo mismo, parecía una novela futurista, porque definitivamente, opinó, el mundo no se transformaría como yo lo planteaba. Me reprobó. Y poco tiempo después, los acontecimientos mundiales me dieron la razón.

Respeto los libros y el trabajo intelectual. Para mí, los libros siempre han sido fieles y buenos acompañantes. Están conmigo a cualquier hora, en la mañana y al mediodía, en la tarde, en la noche y en la madrugada, todos los días, sin agotarse ni rendirse jamás, siempre dispuestos a cobijarme entre sus páginas y a deleitarme con sus encantos y a regalarme dosis de aprendizaje. Los trato con amor y veneración.

Hace años, cuando disponía de mayor cantidad de tiempo, disfrutaba escribir reseñas de algunos de los libros que leía. Me parece un ejercicio bastante sano intelectualmente. Ejercita y fortalece la capacidad de raciocinio. Exige, además, que uno dedique verdadera atención a la lectura.

Recomiendo a quienes inician la lectura de libros, impresos o digitales, que se interesen en cada obra y, si es posible, que redacten breves reseñas. No necesariamente deben publicarlas. Realmente se trata de un ejercicio mental excelente que cada día les presentará horizontes más plenos. Inténtenlo y no se arrepentirán.

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Las páginas de los libros

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Mi padre y mi madre me enseñaron, desde pequeño, que los libros no son criaturas yertas de papel y tinta que se usan y se desechan. No. No se les abandona ingratamente en un asilo ni en el destierro, y menos en la desmemoria, como lo hacen los malos hijos cuando sus padres ya no les aportan algo nuevo ni dinero. En sus páginas, uno encuentra, al acariciarlas y cambiar de una otra, conocimiento, sabiduría, consejos, historias. Son maestros y compañeros inseparables que abrazan y transmiten, fielmente, sentimientos e ideas. No fallan. Son amigos leales. Representan el encuentro con uno mismo. Unos envejecen y otros, en cambio, llegan nuevos, recién impresos; pero todos ofrecen las fragancias de sus páginas y el encanto de sus letras y palabras. En la biblioteca familiar, me enseñaron a amar cada libro, y así, entre tareas escolares, juegos con mis hermanos y participación en las labores de casa, de improviso entraba al recinto de los libros y me deleitaba con sus perfumes y sus narraciones. Sabía que un día, en cierta fecha, llegaría puntual y de frente a los estantes, a las obras, y crecería, viviría, envejecería y moriría en compañía de los libros. Alguien refinado en las lecturas, en las obras, voltea cada hoja con admiración, delicadeza y respeto, como si acariciara lo más amado, y nunca maltrata el papel. En los libros, se notan la educación, la exquisitez y la evolución de quienes los consultan o leen, y así, uno distingue clases, seres que los aman y también a aquellos salvajes burdos que los mancillan cruelmente. Las páginas de los libros concentran los aromas del papel y la tinta, y las letras y las palabras con sus signos y puntuaciones; pero lo más importante es que susurran a los lectores, les muestran relatos literarios, poemas, arte, conocimiento sobre una multiplicidad de temas. Entre más me interno en los libros y exploro sus rutas, llego a planos superiores y obtengo experiencias maravillosas, irrepetibles y enriquecedoras. Si ingrato es abandonar los libros y permitir que el abandono, la humedad y el polvo los envuelvan, admirable es cuidarlos y entregarse a la aventura que ofrecen. Las páginas de los libros me regalan perfumes de la tinta y el papel; sin embargo, me llevan a recorrer el mundo, a volar a otros universos, a sumergirme en océanos de profundidades insondables, a navegar, al cielo. Cuando los leo, soy personaje, En las páginas de los libros, coincido con los sentimientos más nobles, con los sueños, con las realidades, con el conocimiento, con paraísos distantes y vergeles lejanos. Son, después de todo, seres mágicos que cautivan y envuelven en su deleite. Huelen al perfume de la tinta y el papel, a las palabras escritas e impresas, a pedazos de mundo y cielo.

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