SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA
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Al principio, fluía el agua etérea y el polvo formaba estrellas y mundos. El Bien y el Mal fueron concebidos por la misma fuente de la que surgieron la energía y la vida. Cada ser tendría libertad de elegir entre uno y otro para así vibrar, trascender y regresar al origen, al manantial infinito, o, al contrario, extraviarse y luchar, una y otra vez, con la intención de reencontrar su esencia y ganarse la cima.
Un día, el Bien y el Mal paseaban por la campiña del paraíso, cerca de los jardines palaciegos de la creación. Decidieron sentarse en una banca con la idea de descansar y conversar. Abundaban los colores y se percibían los silencios, los rumores, las formas y los perfumes de los riachuelos y de los bosques.
Burlón y mordaz, el Mal retó al Bien a trabajar en en la Tierra, con los seres humanos. La tarea consistiría en diseñar, cada uno, un lenguaje especial, palabras que, al hablarlas o al escribirlas las personas, distinguirían a unos y a otros, a sus discípulos y a sus seguidores, conceptos que, al practicarlos, abrirían o sellarían las puertas a diferentes sendas y destinos. El Mal sonrió y mostró los colmillos, sus fauces insaciables.
Interesado en cumplir su labor, la encomienda de Dios, el Bien recorrió el mundo y descubrió, en un lugar y en otro, paisajes de desolación y tristeza, donde la ambición desmedida, el egoísmo, los crímenes, la agresividad, las violaciones, la envidia, el odio, las enfermedades, las guerras, las invasiones, el sometimiento, las injusticias, el poder absoluto, la manipulación, el engaño, el hambre y la miseria encadenaban a la humanidad, en masculino y en femenino, en mayúsculas y en femenino, en celdas, tras barrotes de mazmorras terribles, que los condenaban a perderse.
Entristecido y reflexivo, el Bien se preguntó, aquella noche, en alguno de sus campamentos, por qué los hombres y las mujeres, si están tan solos, se odian tanto y se causan daño. Eran capaces de herirse y matarse. Se traicionaban. Descubrió, entonces, que el Mal se había anticipado con la creación de la palabra odio.
Inspirado y totalmente conmovido, el Bien se acercó a la playa con la intención de escribir sobre la arena la palabra amor, en todos sus conceptos. Las olas y el viento, en su ir y venir, llevaron consigo al amor y lo dispersaron aquí y allá, en un rincón y en otro, de tal manera que, al amanecer, la gente lo encontró en todas partes, como un regalo de la vida, y muchos se convirtieron en sus adeptos, con la dicha de que se trataba de un sentimiento universal que podía aplicarse al padre, a la madre, a los hermanos, a los hijos, a los nietos, a los abuelos, a la pareja, a los vecinos, a toda la humanidad, a la naturaleza, a la vida. Una palabra mágica que, al practicar su significado, tenía poder de encender la bóveda celeste y regalar la fórmula de la inmortalidad.
El Mal, en una de sus andanzas por el mundo, inventó la palabra tristeza, a la que aplicó, en su laboratorio, una dosis exagerada de veneno. Se trataba, pensó el Mal, de un concepto que por sí solo inspiraría desolación, amargura, dolor, como una ponzoña que corroe lentamente y martiriza a quien la padece.
Se concentraba la tristeza en parajes sombríos y desolados, donde todo era pesimismo, amargo y tormentoso. Hombres y mujeres deambulaban y miraban, impotentes, la marcha irremediable de los minutos y de las horas, la partida de sus años y de sus vidas, la disolución de sus historias, en un camino abrupto en el que las flores aparecían marchitas y las ramas de los árboles permanecían agachadas y hundidas en riachuelos fétidos y turbios.
El Bien conocía la potencia corrosiva de la tristeza. De inmediato fue por sus herramientas con el propósito de plantar árboles y cultivar flores de intensa policromía, de textura suave e impregnadas de perfumes deliciosos y encantadores. Formó un jardín que parecía ser un pedazo de eternidad, un trozo de paraíso, donde la vida se mecía feliz. Entonces escribió en la tierra la palabra alegría.
La alegría atraía dicha, fe, esperanza. El Bien fue testigo de la transformación de incontables hombres y mujeres que abandonaron los sótanos húmedos, oscuros y desolados de la tristeza con la finalidad de llegar hasta la campiña multicolor que los ríos serpenteaban como un prodigio de la vida.
No muy lejos, el Mal había creado un ambiente de denigración humana. Las personas, acostumbradas a los tratos injustos y sometidos por las necesidades, el hambre y las enfermedades, eran tratadas con brutalidad y despiadadamente, escena que le disgustó al Bien, quien de inmediato, en su libreta, anotó las palabras dignidad, justicia y libertad. Sopló la página de papel, donde había escrito los tres conceptos, y las ideas volaron hasta cada ser humano que hizo a un lado las mentiras que alguien, y otros más, apoyados por el Mal, difundieron para su manipulación, control y denigración.
Al siguiente día, tras mucho caminar por un desierto y, posteriormente, por una ciudad en la que el asfalto y los materiales sintéticos habían cubierto y asfixiado los poros de la naturaleza, ante la falta de un equilibrio que delataba la ambición de poder y riqueza sin un sentido humano, el Bien pronunció su nombre y lo convidó a la humanidad. El Mal ya había dispersado su nombre. El Bien enseñó el significado del suyo. El bien, con todos sus conceptos, dijo, no solamente es para uno; es fundamental convidarlo a los demás, practicarlo, sembrarlo durante la caminata existencial, porque, junto con el amor, es uno de los rasgos más sublimes y hermosos de la creación.
Cierta ocasión, mientras caminaba, el Bien coincidió con una niña en un parque, quien lloraba desconsolada porque, al atestiguar la muerte de una abeja, experimentó dolor y recordó, además, que su padre, su madre, sus hermanos, sus abuelos, sus tíos, la gente que tanto amaba, fallecerían algún día y los perdería irremediablemente.
El Bien la abrazó y la consoló. Se aproximó a su oído y pronunció, suavemente, las palabras inmortalidad, eterno, infinito. La pequeña, henchida de emoción, devolvió el abrazo al Bien, quien le explicó que la temporalidad es, simplemente, física, y que la verdadera existencia es la de su ser, que tiene porvenir por tratarse de la esencia. Lamentablemente, agregó, la mayoría de la gente olvida que solo se encuentra por un período breve en el mundo, y sufre ante el concepto de la muerte por creerla suprema, cuando únicamente es terrena. El ser, en cambio, es infinito. Le recomendó cuidar la parte física, evidentemente sin olvidar la relevancia de la esencia. Es importante, recomendó, armonizar y equilibrar lo físico, lo mental y lo espiritual.
Cuando el Bien contempló tanto desorden, mal, soledad y violación, elaboró dos palabras maravillosas que regaló a cada ser humano. Las entregó personalmente porque se trataba de un regalo especial y maravilloso, quizá inspirado por el poder creativo: familia y hogar. Dos conceptos prodigiosos que al Mal siempre le ha interesado borrar y desterrar de los sentimientos y de la memoria de la gente, para así desintegrarla, romperla y vaciarla.
Tras regalar, en sus letras, los conceptos familia y hogar, fue testigo de la armonía, el equilibrio y la paz que experimentaron millones de hombres y mujeres. Consideró que ambos son una bendición, un tesoro, que tienen la facultad de elevar al ser y conducirlo a niveles de evolución. Sin una familia y un hogar, la maldad, la ambición desmedida, el odio, los apetitos desbordantes, la envida, las intrigas, el egoísmo, la tristeza, la intolerancia y la esclavitud, entre otros horrores, son carroña, estiércol, larvas que destruyen a la gente sin piedad.
Se dio cuenta, el Bien, de la cantidad desmesurada de personas que vivían con miedo. Las vio encadenadas al temor, con todos sus sueños, ideales, proyectos, ilusiones y talentos desgarrados, sin atreverse a protagonizar una existencia y una historia grandiosas. El Mal había colocado trampas mortales a las personas para acobardarlas, debilitar su voluntad y achicarlas.
El Bien trazó, en su libreta de apuntes, la palabra valor. La ofreció en las casas, en los parques, en las calles, en los espacios públicos. La gente necesitaba tener valor, desechar el miedo y atreverse a ser grandiosa y desarrollar sus planes, sus sueños y sus ilusiones. Escribió valentía, atrevimiento y voluntad.
Iba a descansar el Bien, cuando decidió regresar con la gente, a la que recordó su estructura de arcilla, la cual, por cierto, es primordial cuidar para mantener la salud, el equilibrio y una vida terrena plena; sin embargo, carece de porvenir y solamente es, en consecuencia, pasajera, temporal. La inteligencia es un gran don que es preciso desarrollar porque abre la puerta a talentos y fronteras insospechadas. Los sentimientos, la espiritualidad, vienen del interior, de la esencia, del alma, que, por cierto, es inmortal. Devolvió a las personas las llaves y los secretos que el Mal, ambicioso, les arrebató alguna vez.
El Bien contempló a la humanidad y se sintió cautivado al descubrir tantos hombres y mujeres que deseaban romper las cadenas y evolucionar, trascender, escalar niveles supremos. Emocionado y feliz, el Bien decidió regalarles diversos conceptos y palabras. Escribió en el cielo: amor, bien, libertad, equilibrio, bondad, respeto, sensibilidad, ideales, familia, hogar, felicidad, valor, salud, honestidad, ideales, sentimientos nobles, tolerancia, verdad, armonía, raciocinio, salud y virtudes.
Fue en una pizarra donde el Bien escribió Dios. El rocío de la mañana, las flores, el cielo, los ríos, las cascadas, los manantiales, las estrellas, el océano, la lluvia, el amanecer, la noche, la nieve, el viento, todo lo que había en el mundo llevó el concepto y la palabra, como para demostrar la existencia de una fuerza infinita que pulsa y se expresa en todos los seres y que hay que descubrir y experimentar.
Y se retiró feliz, a su alcoba, con el compromiso de estar cerca de los hombres y las mujeres, en el mundo, para ayudarles a transitar a la cima y evitar que el otro, en Mal, les causara daño y, por lo mismo, los destruyera. El Bien prometió estar con ellos, siempre que lo buscaran con sinceridad. Dios y la vida sonrieron y abrazaron al Bien y a la humanidad, mientras dormían apaciblemente.
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