SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA
Derechos reservados conforme a la ley/ Copyright
Fue mi compañera de la infancia. Mi abuela paterna -Clara, abuelita Clarita, como le llamaba cariñosamente- me la obsequió cuando era muy pequeño. Al entregármela, dijo que era un regalo muy especial que, indudablemente, me resultaría de utilidad para captar imágenes familiares, mías, de la naturaleza, de los paseos dominicales, de las excursiones y, por añadidura, de los juegos olímpicos; además, explicó, que seguramente me enseñaría mucho.
Era un hombre en minúsculas, un niño de escasa edad, motivo suficiente para que las personas que me miraban tomando fotografías, en aquella época, se sorprendieran por mi pasión por las imágenes. Evidentemente, en el minuto presente, ya nadie se asombra si coincide con un infante que toma fotos porque los aparatos móviles, los celulares y la tecnología forman parte de la cotidianidad. Hemos perdido capacidad de asombro y sensibilidad.
La cámara fue fabricada en Alemania. La marca es Agfa; el modelo, Click I. Tiene la leyenda «Made in Germany». Desde luego, data de la época en que Alemania estaba dividida por el Muro de Berlín. Me encantaba oler los rollos fotográficos, impregnados de perfumes químicos, los cuales, por cierto, eran bastante delicados porque, en caso de que penetrara la luz a sus entrañas, se velaba. Aquello, tan maravilloso para nosotros, debía ser manejado con cuidado o se perdía la posibilidad de obtener fotografías.
Uno abría la tapa posterior con el objetivo de insertar el rollo. En la parte superior, junto al visor, había una perilla para dar vuelta a la película; el número de toma podía observarse por medio de una mica roja que se encontraba en la tapa. Al lado de la lente, existía la opción de elegir entre días soleados, nublados y lluviosos.
Desde muy temprana edad, mi madre me relataba episodios olímpicos y me invitaba a prepararme para, un día de mi juventud, competir, probarme a mí mismo y conseguir una medalla. Imaginaba sus narraciones. Las recreaba en mi mente. Me visualizaba como un gran atleta y así, tan pequeño, todos los días, muy temprano -antes de ir al colegio, en vacaciones y los fines de semana- y en las tardes -al regresar de clases-, corría en la inmensidad del jardín que entonces teníamos, siempre con la idea de prepararme atléticamente. Ese fue el motivo por el que años más tarde, en la universidad, corría diez mil metros diarios, diez kilómetros que significaban veinticinco vueltas a la pista.
Cuando iniciaron las Olimpiadas, tomaba fotografías. Y lo hice, incluso, por medio del televisor. Lógicamente, las imágenes no eran nítidas y presentaban los efectos de la pantalla; sin embargo, mi cámara fotográfica me acompañaba en mis pasiones y en mis sueños. Tomé imagen de los competidores de atletismo, natación, gimnasia, hockey, esgrima, waterpolo, clavados y ecuestres, que eran las disciplinas físicas que más me atraían y gustaban. Un familiar paterno formó parte, en esos días, del equipo de hockey. Años después, su mamá, mi tía, me regaló el traje que él, mi primo, su hijo, utilizó durante la inauguración de las Olimpiadas.
Mi cámara Agfa me acompañó siempre. Fue, parece, fiel a mis delirios, a mis encantos, a mis pasiones, a mi locura, a mis destinos, a mi historia. Me ayudó a captar momentos felices y memorables al lado de mi familia, y si la llevé a los tradicionales paseos dominicales, a los días de campo, a las excursiones, a las reuniones, a los campamentos, a las expediciones y a todos los sitios que fue posible, también es cierto que, en el mar, el oleaje casi me la arrebató. Viajó conmigo a tantos lugares. Conoció y sintió las caricias de la arena, en la playa, el ambiente húmedo y salvaje en la maleza, el calor en los desiertos y la belleza de los bosques, las cascadas y los ríos; pero, igualmente, probó la felicidad en las reuniones familiares y en diversas etapas de mi vida.
Alguna vez, en la primavera de mi existencia, solicité autorización en un museo para tomar una fotografía a una pintura enmarcada, demasiado antigua, que me encantó. Lo hice con acato a las reglas de la institución. No obstante, un soldado se aproximó y, grosero, prepotente y violento, pretendió arrebatarme la cámara. No se lo permití. No estaba dispuesto a perder mi cámara, y menos por un señor irracional, acostumbrado a los gritos y a las majaderías que prevalecen en no pocos de los ambientes militares. Todo fue aprendizaje con mi cámara. Juntos, vivimos aventuras hermosas y aprendimos tanto de cada episodio.
Utilicé mi cámara, paralelamente, en la toma de fotografías de mis antepasados y de sus contemporáneos que aún sobrevivían, como si se tratara de un aparato mágico que me enlazó perennemente con la gente del ayer y de lo que fue mi hoy. Le estoy muy agradecido a mi Agfa Click I. Tal vez, en aquellos años no había demasiadas opciones tecnológicas si las comparamos con las que actualmente existen en las tiendas, en el mundo; pero admito y confieso, porque así fue, que éramos felices con lo que teníamos y, sobre todo, nunca dañábamos a los demás ni ambicionábamos egoístamente lo que con esfuerzo se habían ganado. Eso nos permitía soñar, anhelar y luchar.
Una cámara, para mí, significaba una amiga, una aliada, una acompañante, que me regalaba imágenes de gente muy querida, rostros familiares, momentos inolvidables, instantes consumidos. Claro, mi madre me estimulaba a captar imágenes con mi cámara, mientras mi padre era quien pagaba el revelado de los rollos y la impresión de las fotografías, retratos que hoy, en el presente minuto de mi existencia, miro con amor, nostalgia, recuerdo y felicidad.
En una sociedad en la que la ciencia y la tecnología avanzan significativamente y presentan innovaciones, es natural que una cámara, como la de mi niñez y mi adolescencia, se convierta en reliquia, en evidencia de otros días, y que quede, como la conservo, en la dulce memoria de quienes disfrutamos episodios bellos y encantadores.
Aprendí que, a veces, la gente se pregunta a sí misma: «cuando yo ya no me encuentre en este mundo, después de mi partida, ¿alguien me recordará? ¿Moriré anónimamente? Mi rostro, mi nombre, mis apellidos, mi historia, ¿se perderán? ¿Cómo dejar constancia de mi paso por la vida terrena?»
La fotografía responde: «no te angusties. Yo conservaré tu imagen, tu mirada, tu rostro, tu perfil, tu familia y pedazos de tu historia, en algún instante que se volverá pasado, ayer, remembranza y, quizá, si me rompen o me tiran, olvido; sin embargo, si deseas perpetuarte, trascender y no ser pedazo que finalmente se disuelve, tendrás que hacer el bien, dar lo mejor de ti, aportar algo valioso a los demás, trazar rutas grandiosas y dejar huellas indelebles. Yo solo respaldaré fragmentos de tu biografía; pero a ti te corresponderá definir tu sendero, tu historia y tu destino».
Conservo mi cámara Agfa, compañera de casi toda mi vida. Es pieza del ayer que hoy me recuerda etapas dichosas de mi existencia, capítulos que protagonicé un día y otros más, gente muy amada y tiempos irrepetibles. Increíble, después de tantos años, huele a químicos de los rollos fotográficos; pero también a mí, a mi familia, a la gente de entonces, a los paisajes, a los trozos de mi vida y de mi tiempo.
Texto: Santiago Galicia Rojon Serrallonga
Fotografía: Angelina Arredondo Elizalde
Derechos reservados conforme a la ley/ Copyright