SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA
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A mi madre, la gente le llamaba «la señora amable», por su gentileza, educación y valores; a mi padre, quien fue un caballero, las personas lo admiraban y respetaban. Mis hermanos y yo recibimos de ambos uno de los mejores regalos que un hijo puede heredar: amor, educación, valores, amabilidad y respeto.
Vivir en un hogar ejemplar, tanto en la niñez como en la adolescencia y parte de la juventud, es una bendición, una delicia y un encanto. Se trata de un regalo que supera cualquier riqueza material porque una familia bella e íntegra no la compran los tesoros más codiciados en el mundo.
Uno trata de andar por el mundo con la educación que recibió en el hogar, principalmente si es de valores; sin embargo, la crisis surge en cuando se mantiene relación con la gente, en un lugar y en otro, en una época en la que prevalecen la ausencia de bien y de amabilidad y abundan las superficialidades, la estupidez y la vulgaridad. No es fácil ser amable, educado y bien intencionado en ambientes grotescos y hostiles, donde vale más una persona que luce un automóvil lujoso o una billetera repleta de dinero, que un hombre o una mujer que actúa con sencillez y amabilidad.
La ciudad donde vivo actualmente, en algún sitio de la República Mexicana, la gente no es amable. Hay demasiado odio, intolerancia, agresividad, violencia, estupidez, ignorancia y grosería. No es raro que la gente se agreda o se mate por conflictos y por tonterías.
Ayer reflexioné profundamente acerca de las personas educadas, con principios y respetuosas que coexistían en la ciudad donde nací y que traté durante mis años infantiles, de adolescencia y juveniles, indudablemente porque tuve una discusión con la empleada de una tienda de conveniencia, llamada Oxxo, que la empresa refresquera Coca Cola opera en toda la República Mexicana.
Soy un hombre amable, educado y respetuoso. Quizá no entablo conversaciones con la gente que no conozco, pero jamás falto al respeto; al contrario, trato de ser afable. No obstante, cada vez que entro a esa tienda, la empleada me trata con descortesía y hasta recalca su majadería. No contesta los saludos ni las preguntas sobre determinados productos, expresa molestia si por alguna causa debe realizar una tarea extra, arroja las monedas en el mostrador en vez de entregarlas en las manos y gesticula con enojo, entre otras acciones que ofenden a algunos de los clientes.
Cansado de sus majaderías, ayer le pregunté los motivos de su conducta. Enfureció más de lo que ya estaba cuando me vio y gritó con tal agresividad que creí que me atacaría. Contestó sandeces, como el hecho de por qué me quejaba de sus groserías y que si era majadera conmigo, que soportara su carácter. Resulta que, como cliente habitual, tuve que soportar su agresividad y sus ofensas.
El empleado que estaba a su lado, permaneció callado. Solo miraba. Le pregunté si alguna vez he llegado con grosería a la tienda, y respondió tímidamente que soy amable, tal vez por temor a su enfurecida amiga y compañera. Me fui ante tanta bajeza. Ella gritó sin importarle la presencia y la incomodidad de los clientes.
Medité acerca de la escasez de hombres y mujeres genuinos, con valores, educados, tolerantes y atentos. Realmente es muy difícil coincidir con gente noble. Hemos perdido lo mejor de nosotros, lo que era tan nuestro, la esencia, lo que nos distinguía de las bestias. Pertenecemos a las generaciones que están demostrando su incapacidad para coexistir dignamente en un mundo que se agota por nuestra irresponsabilidad. Gente que por millones hemos producido en serie, con falta de calidad.
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