SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA
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Cada año -el 5 de mayo-, los mexicanos celebran lo que denominan Batalla de Puebla. Se trata de un enfrentamiento histórico entre los ejércitos de México y el de Francia que, en 1862, se encontraban bajo el mando de Ignacio Zaragoza y de Charles Ferdinand Latrille, conde de Lorencez, respectivamente.
De acuerdo con los registros históricos, inscritos en páginas amarillentas del ayer, para los mexicanos resultó importante la victoria, ya que se enfrentaron a un ejército mundialmente poderoso durante la Segunda Intervención Francesa.
La celebración de la victoria se extendió hasta Texas, el 5 de mayo de 1867, media década posterior a la batalla y 16 años antes de que Estados Unidos de Norteamérica se apropiara de ese territorio mexicano. El general Ignacio Zaragoza -Ignacio Zaragoza Seguin, si hay que ser precisos con los apellidos paterno y materno-, nació, precisamente, en Texas.
El conde de Lorencez, miembro del ejército de mayor prestigio en el mundo, como era, entonces, el del Imperio de Francia, calculó que le resultaría fácil ganar la incursión armada y obtener, finalmente, la victoria; sin embargo, los indígenas de Zacapoaxtla, junto con los de Cuetzalan, Nauzontla, Tetela, Xochiapulco y Xochitlán, integrantes del Sexto Batallón de Guardia Nacional del Estado de Puebla, actuaron con ferocidad, defendieron los fuertes de Loreto y Guadalupe, y su participación en las batallas fue decisiva.
Para el Imperio de Francia, que reclamaba la deuda de México, amenazado por Estados Unidos de Norteamérica para que saliera de este país, evidentemente resultaba más prioritario atender los problemas con Prusia, motivo por el que los militares con mayor experiencia y mejor experiencia se mantenían ocupados.
No es mi intención relatar una historia de la cual se ha escrito y hablado mucho. Simplemente, pretendo enlazar aquel acontecimiento con un relato familiar. Tuve tres abuelas, tanto la paterna y la paterna, cuya memoria amo y respeto, como a todos mis antepasados, y una más, Rosa Peredo Borboa, madrastra de mi querida e inolvidable madre.
Cuando era niño, ella, Rosa Peredo Borboa, sabía que me encantaban las historias familiares. Me narró incontables episodios de nuestros antepasados y de otras personas de antaño. Platicaba con emoción que su antepasado -Anton Borboa- era un militar francés que, en 1862, participó en la llamada Batalla de Puebla. Yo, interesado en el tema, la escuchaba con atención una y otra vez.
La lluvia y la oscuridad envolvieron el paraje desolado, con aroma a muerte, donde, entre agua y lodo, abundaban cadáveres de militares franceses y mexicanos, cubiertos de sangre, sudor y tierra, mutilados, con la ropa desgarrada, tras la lucha sangrienta en la que horas antes participaron con coraje y valentía.
Aquí y allá, en un lugar y en otro, abundaban las armas, los cañones, las bayonetas, los rifles, los cuchillos y las espadas, cerca de banderas desgarradas y caballos despedazados. Los rostros, al descubierto, mostraban el dolor de una guerra, la angustia de enfrentarse a la muerte, la tristeza de asesinar a otros sin siquiera conocerlos, el peso de una batalla que parecía interminable.
Las gotas del aguacero pertinaz escurrían en las caras yertas y empapaban los uniformes ensangrentados e invadidos de sudor y lodo. Tras el estruendo de las balas y el estallido de los cañones, los golpes metálicos de las espadas, los gritos de los indígenas embravecidos, los relámpagos y truenos, los relinchidos de los caballos y los rumores de la batalla, llegaron, finalmente, los silencios, los sigilos de la muerte. Comenzaba a oscurecer.
Los instantes transcurrían lentamente. La lluvia y el viento arrastraban el aroma de la muerte, los perfumes de la sangre, hasta otros parajes, a algunos hogares, donde los nativos, reunidos en familia, presentían que en aquel campo fúnebre, donde horas antes se desarrolló el cruento enfrentamiento de mexicanos contra franceses, había, tal vez, innumerables alguien y algo que esperaban su presencia.
El relampagueo alumbraba las nubes aglomeradas y plomadas, y proyectaba las sombras de los árboles, el caserío, las rocas y las montañas. No cesaba el estruendo que se propagaba e inspiraba miedo. Vivir, aquella noche, tenía especial significado; morir, en cambio, era común y demostraba la fragilidad de la existencia.
Algunos nativos, en aquel rincón del estado mexicano de Puebla, se organizaron y salieron con antorchas y, evidentemente, armados. A pesar de la lluvia, el viento y la oscuridad impenetrable, caminaron hasta el escenario de la batalla, donde cada uno, mexicano o francés, fue un soldado valeroso que defendió su nación, sus encomiendas, sus intereses y sus vidas.
En algunos espacios del paraje abrupto, las hogueras desafiaban a la lluvia, mientras aquí y allá se encontraban pedazos de seres humanos, cadáveres, trozos de armas y personas mal heridas que se quejaban. A hurtadillas y dispersos, los indígenas buscaban gente y cosas entre los escombros. Unos estaban dispuestos a rescatar y salvar vidas humanas; otros, al contrario, llevaban el odio que los intoxicaba y se sentían capaces de matar y robar al enemigo.
Parecía aterrador el espectáculo. La muerte enseñaba sus fauces y sus colmillos, dibujaba su espectro aterrador y sudaba lodo y sangre. Y las expresiones de la vida, en tanto, se negaban a perecer en el ambiente ennegrecido de la agonía y la muerte. Había luces y sombras.
Entre los cadáveres, una familia de nativos escuchó el quejido de un hombre con acento francés. Buscaron entre los cuerpos yertos, donde descubrieron, asombrados, a un militar galo, quien, cubierto de lodo, sangre, tierra, sudor y hojarasca, agonizaba por las heridas de bala y de espada. Tenía fiebre y su respiración era agitada.
Los integrantes de esa familia se aproximaron al extranjero y se miraron unos a otros con incertidumbre. Parecía que el hombre se encontraba más cerca de la muerte que de la vida. Estaba muriendo. Pronto se le infectarían las heridas y su estado de salud se complicaría. Necesitaba ayuda.
Con bastante cuidado, lo arrastraron y elaboraron, con un petate que cargaban, ramas que cortaron y hojas que recolectaron, una camilla rústica, donde lo colocaron y lo trasladaron hasta su choza. Aquella familia lo recibió como si se tratara de otro miembro de la comunidad, a pesar de que pertenecía a un ejército opositor, y, a partir de aquella madrugada, le prepararon brebajes con hierbas y lo cuidaron.
Tras la fiebre y los delirios, Anton Borboa despertó, regresó de las profundidades en que se encontraba y se hundía, y se sorprendió al mirarse acostado en un petate, en una choza de materiales endebles, rodeado de personas con rasgos diferentes a los de su raza, y al descubrir a una de las jóvenes que lo cuidaba, tan bella y enigmática imagen femenina quedó grabada en él a esa hora y hasta el minuto postrero de su existencia, años más tarde.
Gradualmente, con las pócimas que aquellos nativos daban a Anton, más los cuidados de la joven, se recuperó y, agradecido y enamorado, renunció a su ayer, a su origen, con la intención de fundar, en México, una estirpe, una familia que con orgullo llevaría, siempre, el apellido Borboa. Decidió casarse con ella. Y, naturalmente, Rosa Peredo Borboa, la madrastra de mi adorada e inolvidable madre, fue una de las descendientes de Anton que recordaba con emoción la historia de su antepasado francés, quien participó en la batalla del 5 de mayo de 1862, en el estado mexicano de Puebla.
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