Indiferentes y sin apegos

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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Y aquella mañana, profundamente dormido, mientras las nubes de efímera existencia modificaban sus siluetas al recibir las caricias y los rasguños del viento, las mariposas revoloteaban sobre las flores, los pájaros volaban libres y la naturaleza regalaba sus colores, formas y perfumes, soñé que la vida y el tiempo buscaban cercas, puertas y ventanas para marcharse ajenos a despedidas, indiferentes y sin apegos, frente a un espejo roto y opaco que reflejaba ruinas, escombros de incontables hoy convertidos en ayer, rostros envejecidos, tristes y enfermos, el cual, al hablar, lamentaba que la gente permaneciera en la comodidad y el aletargamiento de las butacas y no en el escenario de la existencia.

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Los nuevos dioses

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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Me pregunto, reflexivo, ¿cómo reaccionarán las multitudes cuando, desplazadas por la inteligencia artificial, los robots y todos los sistemas creados e impulsados por la ciencia y la tecnología, los desplacen totalmente y los conviertan en escoria, en parias, en gente inservible, en hombres y en mujeres incapaces de pensar y de realizar esfuerzos? ¿Qué harán los jóvenes y los adultos cuando, ausentes de sentimientos nobles, atrapados en una pereza mental y física tan pesada, no consigan un empleo, una actividad remunerada, y sean marginados y tratados cruel e indignamente? ¿Qué sucederá con la civilización humana? Aunque parezca absurdo e inverosímil, se trata de una fórmula integral para eliminar a cientos o miles de millones de personas en todas las regiones del mundo. Y no se trata de declararles la guerra a la ciencia y a la tecnología, sino adelantarse, estudiar y prepararse adecuadamente, en vez de perder el tiempo y la vida en estupideces, en apetitos pasajeros que nunca satisfacen, en superficialidades que los enloquecen y los engañan al hacerles creer que valen por lo que poseen -dinero, joyas, cruceros, residencias, automóviles, viajes-, en el desdén que experimentan contra el bien, la honestidad y los valores. Hoy miro a la gente -niños, adolescentes, jóvenes, adultos y ancianos- entretenida y totalmente idiotizada con el hechizo de las redes sociales y un mundo virtual que los aleja, sin darse cuenta, de la realidad. Y se trata de personas de todos los niveles socioeconómicos, desde los que son desposeídos hasta los que estudiaron los grados académicos más importantes y los que cuentan con fortunas. No se dan cuenta de que alguien, y otros más, les ofrece una carpa, un circo con diferentes pistas, escenarios que los distrae, los procesa y los transforma en desperdicio humano. La inteligencia artificial los superará intelectualmente y los robots y demás sistemas realizarán las tareas mentales y físicas con mayor precisión y mejores resultados. ¿Habrá una rebelión que terminará en masacre, en caos, en una fecha no tan distante, en la que millones de hombres y mujeres, al despertar no tanto por niveles de conciencia sino de desplazamiento y necesidad, serán capaces de protestar y destruir lo que hoy se considera progreso? ¿Se dará cuenta de la humanidad del camino erróneo que ha tomado, corregirá sus errores, evolucionará y será capaz de utilizar para su bien los avances científicos y tecnológicos? Medito sobre el porvenir tan cercano de los seres humanos, con la esperanza de un cambio sustancial; sin embargo, entristezco al mirar, a mi alrededor, tanto odio, violencia, estupidez y superficialidad. No debe sorprendernos, entonces, que perversamente hagan creer a la gente que es parte de un programa que llegó a su fin y que es la hora de la inteligencia artificial, los robots y todas las invenciones que están convirtiendo a un grupo de hombres y mujeres con poder en los nuevos dioses y propietarios del planeta.

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De la Batalla de Puebla, en México, un fragmento

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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Cada año -el 5 de mayo-, los mexicanos celebran lo que denominan Batalla de Puebla. Se trata de un enfrentamiento histórico entre los ejércitos de México y el de Francia que, en 1862, se encontraban bajo el mando de Ignacio Zaragoza y de Charles Ferdinand Latrille, conde de Lorencez, respectivamente.

De acuerdo con los registros históricos, inscritos en páginas amarillentas del ayer, para los mexicanos resultó importante la victoria, ya que se enfrentaron a un ejército mundialmente poderoso durante la Segunda Intervención Francesa.

La celebración de la victoria se extendió hasta Texas, el 5 de mayo de 1867, media década posterior a la batalla y 16 años antes de que Estados Unidos de Norteamérica se apropiara de ese territorio mexicano. El general Ignacio Zaragoza -Ignacio Zaragoza Seguin, si hay que ser precisos con los apellidos paterno y materno-, nació, precisamente, en Texas.

El conde de Lorencez, miembro del ejército de mayor prestigio en el mundo, como era, entonces, el del Imperio de Francia, calculó que le resultaría fácil ganar la incursión armada y obtener, finalmente, la victoria; sin embargo, los indígenas de Zacapoaxtla, junto con los de Cuetzalan, Nauzontla, Tetela, Xochiapulco y Xochitlán, integrantes del Sexto Batallón de Guardia Nacional del Estado de Puebla, actuaron con ferocidad, defendieron los fuertes de Loreto y Guadalupe, y su participación en las batallas fue decisiva.

Para el Imperio de Francia, que reclamaba la deuda de México, amenazado por Estados Unidos de Norteamérica para que saliera de este país, evidentemente resultaba más prioritario atender los problemas con Prusia, motivo por el que los militares con mayor experiencia y mejor experiencia se mantenían ocupados.

No es mi intención relatar una historia de la cual se ha escrito y hablado mucho. Simplemente, pretendo enlazar aquel acontecimiento con un relato familiar. Tuve tres abuelas, tanto la paterna y la paterna, cuya memoria amo y respeto, como a todos mis antepasados, y una más, Rosa Peredo Borboa, madrastra de mi querida e inolvidable madre.

Cuando era niño, ella, Rosa Peredo Borboa, sabía que me encantaban las historias familiares. Me narró incontables episodios de nuestros antepasados y de otras personas de antaño. Platicaba con emoción que su antepasado -Anton Borboa- era un militar francés que, en 1862, participó en la llamada Batalla de Puebla. Yo, interesado en el tema, la escuchaba con atención una y otra vez.

La lluvia y la oscuridad envolvieron el paraje desolado, con aroma a muerte, donde, entre agua y lodo, abundaban cadáveres de militares franceses y mexicanos, cubiertos de sangre, sudor y tierra, mutilados, con la ropa desgarrada, tras la lucha sangrienta en la que horas antes participaron con coraje y valentía.

Aquí y allá, en un lugar y en otro, abundaban las armas, los cañones, las bayonetas, los rifles, los cuchillos y las espadas, cerca de banderas desgarradas y caballos despedazados. Los rostros, al descubierto, mostraban el dolor de una guerra, la angustia de enfrentarse a la muerte, la tristeza de asesinar a otros sin siquiera conocerlos, el peso de una batalla que parecía interminable.

Las gotas del aguacero pertinaz escurrían en las caras yertas y empapaban los uniformes ensangrentados e invadidos de sudor y lodo. Tras el estruendo de las balas y el estallido de los cañones, los golpes metálicos de las espadas, los gritos de los indígenas embravecidos, los relámpagos y truenos, los relinchidos de los caballos y los rumores de la batalla, llegaron, finalmente, los silencios, los sigilos de la muerte. Comenzaba a oscurecer.

Los instantes transcurrían lentamente. La lluvia y el viento arrastraban el aroma de la muerte, los perfumes de la sangre, hasta otros parajes, a algunos hogares, donde los nativos, reunidos en familia, presentían que en aquel campo fúnebre, donde horas antes se desarrolló el cruento enfrentamiento de mexicanos contra franceses, había, tal vez, innumerables alguien y algo que esperaban su presencia.

El relampagueo alumbraba las nubes aglomeradas y plomadas, y proyectaba las sombras de los árboles, el caserío, las rocas y las montañas. No cesaba el estruendo que se propagaba e inspiraba miedo. Vivir, aquella noche, tenía especial significado; morir, en cambio, era común y demostraba la fragilidad de la existencia.

Algunos nativos, en aquel rincón del estado mexicano de Puebla, se organizaron y salieron con antorchas y, evidentemente, armados. A pesar de la lluvia, el viento y la oscuridad impenetrable, caminaron hasta el escenario de la batalla, donde cada uno, mexicano o francés, fue un soldado valeroso que defendió su nación, sus encomiendas, sus intereses y sus vidas.

En algunos espacios del paraje abrupto, las hogueras desafiaban a la lluvia, mientras aquí y allá se encontraban pedazos de seres humanos, cadáveres, trozos de armas y personas mal heridas que se quejaban. A hurtadillas y dispersos, los indígenas buscaban gente y cosas entre los escombros. Unos estaban dispuestos a rescatar y salvar vidas humanas; otros, al contrario, llevaban el odio que los intoxicaba y se sentían capaces de matar y robar al enemigo.

Parecía aterrador el espectáculo. La muerte enseñaba sus fauces y sus colmillos, dibujaba su espectro aterrador y sudaba lodo y sangre. Y las expresiones de la vida, en tanto, se negaban a perecer en el ambiente ennegrecido de la agonía y la muerte. Había luces y sombras.

Entre los cadáveres, una familia de nativos escuchó el quejido de un hombre con acento francés. Buscaron entre los cuerpos yertos, donde descubrieron, asombrados, a un militar galo, quien, cubierto de lodo, sangre, tierra, sudor y hojarasca, agonizaba por las heridas de bala y de espada. Tenía fiebre y su respiración era agitada.

Los integrantes de esa familia se aproximaron al extranjero y se miraron unos a otros con incertidumbre. Parecía que el hombre se encontraba más cerca de la muerte que de la vida. Estaba muriendo. Pronto se le infectarían las heridas y su estado de salud se complicaría. Necesitaba ayuda.

Con bastante cuidado, lo arrastraron y elaboraron, con un petate que cargaban, ramas que cortaron y hojas que recolectaron, una camilla rústica, donde lo colocaron y lo trasladaron hasta su choza. Aquella familia lo recibió como si se tratara de otro miembro de la comunidad, a pesar de que pertenecía a un ejército opositor, y, a partir de aquella madrugada, le prepararon brebajes con hierbas y lo cuidaron.

Tras la fiebre y los delirios, Anton Borboa despertó, regresó de las profundidades en que se encontraba y se hundía, y se sorprendió al mirarse acostado en un petate, en una choza de materiales endebles, rodeado de personas con rasgos diferentes a los de su raza, y al descubrir a una de las jóvenes que lo cuidaba, tan bella y enigmática imagen femenina quedó grabada en él a esa hora y hasta el minuto postrero de su existencia, años más tarde.

Gradualmente, con las pócimas que aquellos nativos daban a Anton, más los cuidados de la joven, se recuperó y, agradecido y enamorado, renunció a su ayer, a su origen, con la intención de fundar, en México, una estirpe, una familia que con orgullo llevaría, siempre, el apellido Borboa. Decidió casarse con ella. Y, naturalmente, Rosa Peredo Borboa, la madrastra de mi adorada e inolvidable madre, fue una de las descendientes de Anton que recordaba con emoción la historia de su antepasado francés, quien participó en la batalla del 5 de mayo de 1862, en el estado mexicano de Puebla.

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Los momentos que se van

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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Y así se va la vida, reflexiono cada anochecer, entre las tardes y las madrugadas, y me pregunto, en medio de los rumores y los silencios de los minutos que pasan inquebrantables y sin apegos, ¿acaso aproveché el tiempo y viví hoy? Y llegan, en tropel, los recuerdos del día consumido, hago el balance y pienso que en verdad pude hacer más por mí, por la gente que amo y por los demás. Miro, entonces, el álbum de mi existencia y me disgusto si en sus páginas descubro un terrible derroche de momentos -segundos, minutos y horas que, acumulados, se convierten en días, semanas, meses y años-. una pérdida de vida, porque el tiempo vale más que cualquier joya o fortuna. Y cuento los días y los años que he recorrido en el mundo y los que faltan por caminar, y detecto que cada día se acorta mi estancia aquí, en la temporalidad. Tras revisar la crueldad y el desdén con que a veces trato los instantes, días y años que recibo, me perdono cada noche y prometo que, al amanecer, agregaré notas bellas, interesantes, buenas, inolvidables, singulares e intensas a la historia de mi vida.

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Simplemente, educación

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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A mi madre, la gente le llamaba «la señora amable», por su gentileza, educación y valores; a mi padre, quien fue un caballero, las personas lo admiraban y respetaban. Mis hermanos y yo recibimos de ambos uno de los mejores regalos que un hijo puede heredar: amor, educación, valores, amabilidad y respeto.

Vivir en un hogar ejemplar, tanto en la niñez como en la adolescencia y parte de la juventud, es una bendición, una delicia y un encanto. Se trata de un regalo que supera cualquier riqueza material porque una familia bella e íntegra no la compran los tesoros más codiciados en el mundo.

Uno trata de andar por el mundo con la educación que recibió en el hogar, principalmente si es de valores; sin embargo, la crisis surge en cuando se mantiene relación con la gente, en un lugar y en otro, en una época en la que prevalecen la ausencia de bien y de amabilidad y abundan las superficialidades, la estupidez y la vulgaridad. No es fácil ser amable, educado y bien intencionado en ambientes grotescos y hostiles, donde vale más una persona que luce un automóvil lujoso o una billetera repleta de dinero, que un hombre o una mujer que actúa con sencillez y amabilidad.

La ciudad donde vivo actualmente, en algún sitio de la República Mexicana, la gente no es amable. Hay demasiado odio, intolerancia, agresividad, violencia, estupidez, ignorancia y grosería. No es raro que la gente se agreda o se mate por conflictos y por tonterías.

Ayer reflexioné profundamente acerca de las personas educadas, con principios y respetuosas que coexistían en la ciudad donde nací y que traté durante mis años infantiles, de adolescencia y juveniles, indudablemente porque tuve una discusión con la empleada de una tienda de conveniencia, llamada Oxxo, que la empresa refresquera Coca Cola opera en toda la República Mexicana.

Soy un hombre amable, educado y respetuoso. Quizá no entablo conversaciones con la gente que no conozco, pero jamás falto al respeto; al contrario, trato de ser afable. No obstante, cada vez que entro a esa tienda, la empleada me trata con descortesía y hasta recalca su majadería. No contesta los saludos ni las preguntas sobre determinados productos, expresa molestia si por alguna causa debe realizar una tarea extra, arroja las monedas en el mostrador en vez de entregarlas en las manos y gesticula con enojo, entre otras acciones que ofenden a algunos de los clientes.

Cansado de sus majaderías, ayer le pregunté los motivos de su conducta. Enfureció más de lo que ya estaba cuando me vio y gritó con tal agresividad que creí que me atacaría. Contestó sandeces, como el hecho de por qué me quejaba de sus groserías y que si era majadera conmigo, que soportara su carácter. Resulta que, como cliente habitual, tuve que soportar su agresividad y sus ofensas.

El empleado que estaba a su lado, permaneció callado. Solo miraba. Le pregunté si alguna vez he llegado con grosería a la tienda, y respondió tímidamente que soy amable, tal vez por temor a su enfurecida amiga y compañera. Me fui ante tanta bajeza. Ella gritó sin importarle la presencia y la incomodidad de los clientes.

Medité acerca de la escasez de hombres y mujeres genuinos, con valores, educados, tolerantes y atentos. Realmente es muy difícil coincidir con gente noble. Hemos perdido lo mejor de nosotros, lo que era tan nuestro, la esencia, lo que nos distinguía de las bestias. Pertenecemos a las generaciones que están demostrando su incapacidad para coexistir dignamente en un mundo que se agota por nuestra irresponsabilidad. Gente que por millones hemos producido en serie, con falta de calidad.

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Mi padre, mi madre, regalos del infinito

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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Tus flores y tus plantas quedaron en el jardín que cuidabas con tanto esmero, abandonado y triste desde aquella mañana que saliste de casa para no volver con tu cariño que se desbordaba, tu amabilidad que contagiaba y tu sonrisa que abrazaba, al lado de tus hijos, tus descendientes y la gente que mucho amaste. Todo quedó solo, como, a veces, me siento estas tardes grises y algunas noches desiertas, ante tu ausencia física, a pesar de que te percibo en mi parte etérea, siempre unidas tu alma y la mía, como nuestras manos cuando, juntos, aliviábamos la sed de tu jardín, el paraíso que nos enseñaste a querer porque, asegurabas, cada expresión natural, por minúscula y humilde que parezca, trae suspiros y perfumes de Dios y del infinito. Aquí estamos, junto a tus flores y a tus plantas, nosotros, tus hijos y tus descendientes, con la fragancia de tu recuerdo, el pulso de tu grandeza y la fórmula que eternamente nos mantendrá unidos. Y si tú, nuestra madre, cultivaste amor, sentimientos nobles y acciones buenas, aquí, en el alma de cada uno, percibimos, también, tu cercanía y la esencia de tu ser, padre querido e inolvidable. Miro tus libros, tus anotaciones, tus hazañas, lo que somos y lo que hacías por nosotros, y doy gracias a la vida por tantas bendiciones a tu lado. Fuiste padre y amigo, guía e instructor. Una madrugada, en tu instante postrero, abandonaste la casa, el hogar, cuando parecía que siempre estaríamos cerca y por fin cumpliríamos los sueños que diseñamos un día y tantos más. Me enseñaste las fórmulas de la vida. Me encantó acompañarte desde la infancia y estar contigo. Siempre tenías algo que enseñar. Eras inagotable. Gracias a ambos, a mi padre y a mi madre, por el amor puro e intenso que nos regalaron, por las enseñanzas y los sentimientos buenos que nos inculcaron, por el mundo real y mágico que trajeron consigo, por el esfuerzo que hicieron para beneficio nuestro, por sus sacrificios, por su compañía tan grata, por sus consejos y por los años de convivencia. Nos regalaron el cielo, pedazos de infinito, la eternidad, el paraíso. Nos sentimos agradecidos, bendecidos y muy orgullosos de ustedes. Gracias por regalarnos tantas bendiciones y un trozo del edén en ese hogar y con la familia que pulsan en mi ser, en mi alma. Fue, creo yo, preámbulo de la inmortalidad. Me siento dichoso porque no siempre la gente recibe un regalo como el nuestro. Muchas gracias.

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En la casa de mi abuela paterna

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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En la casa de mi abuela paterna -Clarita, como le llamaba cariñosamente-, existía una calzada angosta entre una construcción y otra, que conducía a un recinto antiguo que siempre permanecía cerrado y a un terreno con un árbol frutal de granada y una jacaranda. El cuartito, como le llamábamos en diminutivo mis hermanos y yo, nos parecía enigmático, cautivaba nuestra atención y despertaba la curiosidad y el interés de explorarlo.

Una y otra vez, a hurtadillas, asomábamos por las rendijas de la puerta de madera o por las dos ventanas pequeñas. Creo que mirábamos más dentro de nuestra imaginación que al interior del cuartito, donde la penumbra envolvía todo lo que, desde hacía años, se encontraba secretamente atesorado.

Mi abuelita Clarita -así, con ese amor y el recuerdo que siempre le he tenido- vivía con mi tía Magdalena, su única hija mujer, hermana de mi padre. Las dos conservaban, en la memoria y en las habitaciones, pedazos del ayer, remembranzas, fragmentos y suspiros de gente y trozos de historias.

Fue tras la muerte de mi abuelita Clarita, cuando mi padre y mi tía Magdalena autorizaron, finalmente, que mis hermanos y yo entráramos al recinto clausurado durante tantos años, con aroma a pasado, a días y años distantes, desde luego con la presencia de alguno de ellos.

Olía a papel y a madera. Había un mueble de puertas corredizas, fabricado por mi padre en sus años juveniles, que albergaba una colección enorme e interesante de libros, tesoro de letras impresas que de inmediato atrapó mi atención. Cada obra formaba parte de la biblioteca familiar que teníamos en nuestra casa. Había libros de arte, cultura, historia y todas las ciencias. Parecía que el conocimiento, la fantasía, el aprendizaje, los sueños, la experiencia se encontraban reunidos en las páginas impresas de las obras y que pronto regresarían al lado de los otros libros, sus compañeros y hermanos de anaqueles durante tantos años.

Próximas a las obras, se encontraban, como piezas de museo, las esculturas de madera que mi padre había elaborado artísticamente, en los años de su juventud, al lado de objetos antiguos, fotografías de nuestros antepasados y hasta el portafolio de madera que perteneció a mi tío Juan, quien falleció durante la adolescencia, el cual, por cierto, todavía contenía sus cuadernos, lápices, tintero y libros. Era el hermano menor de mi padre. Nació el mismo día que yo, el 30 de marzo, pero muchos años antes, igual que mis antepasados Jean y María Antonieta.

Al descubrir el contenido del portafolio de madera -una joya para nuestros días-, mi padre suspiró profundamente y no pudo evitar que algunas lágrimas amargas y silenciosas deslizaran por sus mejillas, mientras nosotros, sus hijos -mis hermanos y yo-, mostrábamos asombro. No había, entonces, celulares ni redes sociales; en consecuencia, éramos auténticos, naturales, y todo nos sorprendía.

Entre la penumbra del recinto que ventilamos al abrir las dos ventanas pequeñas y la puerta, descubrimos en otra área una cantidad impresionante de hormas, molduras y herramientas antiguas para fabricar zapatos, las cuales utilizaron, en la primavera de sus existencias, mi padre y su socio. Tenían una industria de calzado en Coyoacán, en la Ciudad de México.

Había, también, un fonógrafo, discos de 78 revoluciones por minuto y radios con cubiertas de madera y bulbos, fragmentos de otra época. Simbolizaban la música de horas y años lejanos, tiempo que se había marchado igual que un hondo suspiro. Lo increíble es que los aparatos todavía funcionaban y los discos, aunque maltrataban las agujas de las consolas, ofrecían canciones y música que fueron moda en un instante del pasado.

Emocionados, descubrimos juguetes de una infancia ya consumida y extraviada en cierta fecha de antaño, con sus ecos de fantasías e ilusiones y sus pedazos de niñez añorada. Intactos, los experimentos de mi padre, con sus cuadernos en los que abundaban fórmulas y anotaciones, esperaban a que continuara con su invención del Movimiento continuo.

Una familia con historia y un pasado intenso, guarda, en el desván de su memoria o de su casa, pedazos que dan testimonio de su paso por el mundo, fragmentos de su existencia, trozos de vida que quedan y palpitan un día, otro y muchos más. Y así fue con mi padre y sus antecesores.

Fue en aquella habitación antigua donde vimos, asombrados, vajillas de fechas distantes e históricas, quizá con el destello de las reuniones familiares, las fiestas, los días de convivencias, con sus alegrías y tristezas, envueltas en noticias gratas y en desesperanzas, como suele presentarse la comedia humana.

Cajas de madera, juguetes, canicas, libros, cuadernos, herramienta, discos, aparatos, documentos, relojes, vajillas, retratos amarillentos e innumerables piezas que databan de los muchos instantes de antaño, merecían someterse a un proceso de limpieza, orden y resguardo. Y así participamos todos, mientras mi madre y mi tía Magdalena, conversaban en la sala de la casa o preparaban la comida y las bebidas que tanto disfrutábamos.

Los libros se sumaron a la colección de nuestra biblioteca familiar. La mayoría de los otros objetos permanecieron en casa de mi tía Magdalena, hasta que un mal día, en nuestra adolescencia, ella rentó una de las dos casas y los inquilinos, deshonestos, sustrajeron las cosas familiares. Se perdió mucho, pero esa es otra historia.

El cuarto era de adobe. Informaban, quienes vendieron los terrenos a mi abuela, a mi tía y a mi padre, que antiguamente había funcionado como cocina y que ya existía entre el siglo XVIII y el XIX. Por eso, al construir las dos casas, mi padre ordenó conservar la habitación de adobe, a la que llegábamos por la calzada que separaba las dos fincas y conducía, igualmente, a un bello terreno.

Transcurrieron los años. Mi tía vendió las propiedades y se perdieron muchas cosas interesantes, como las docenas de baldosas de piedra negra y roja que mi padre conservaba y que databan de un convento del siglo XVI. Yo era muy joven cuando las reclamé al dueño del lugar, quien había prometido devolverlas y no cumplió. Es parte de la historia y de la gente.

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Tantas historietas falsas y baratas

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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Supe, entonces, que al existir tantas historietas falsas y baratas que presentan como genuinas aquellos que pepenan vidas ajenas y que las suponen verídicas quienes tontamente las escuchan, cada día tendría que ser autor de mi biografía y dejar huellas indelebles, constancia de mi paso por el mundo. Y es que en la comedia de la vida, como lo he comprobado una y otra vez durante mi caminata terrena, abundan los mezquinos, quienes ante la ausencia de una trayectoria grandiosa, ejemplar e interesante, escudriñan biografías ajenas, esculcan y roban, las reconstruyen con suposiciones y malas intenciones, y las pregonan para denigrar a los demás, a sus adversarios, a otros que parecen superiores a ellos; pero también se encuentran, en el escenario y en las butacas, los tontos que las creen y les aplauden. Los primeros son seres humanos astutos y peligrosos por la maldad que intoxica sus sentimientos, acciones, palabras y pensamientos, mientras los segundos, al creer las mentiras que les plantean los cínicos, aduladores y perversos, se transforman en personas riesgosas y poco confiables porque suelen tomar decisiones basadas en comedias baratas y vulgares. Ejemplos, puedo enumerar muchos.

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Fuimos niños de guerra

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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Fuimos niños de guerra es, para mí, un libro muy especial y significativo. Es el octavo libro que escribo y publico en México, junto con otro del que soy coautor en España; sin embargo, se trata de una obra que aprecio demasiado por lo que representa en mi vida y lo que me enseñó durante el tiempo que le dediqué. Fue como una expedición al ayer, un viaje al pasado, a los acontecimientos históricos que convulsionaron a la humanidad entre 1939 y 1945.

Se trata de una obra basada en hechos reales, en la desgarradora historia que, como niños de guerra, vivieron los hermanos Heine -Lore, Bernd y Rosemarie-, hijos de la maestra de párvulos, Gerda Bisler, y del matemático, físico y químico, el profesor Alfred Heine, desde su éxodo, en Prusia Oriental, ante la invasión del ejército rojo, hasta su peregrinar en Europa, y, en Alemania, aunque con más suerte, el pequeño Werner Schade. Fueron niños de guerra, como se les llamó a los menores durante el segundo conflicto bélico global.

Coincido con la sonriente e inolvidable Lore Heine, quien hace algunos años expresaba a su familia que, en la hora contemporánea, sobreviven pocos niños de guerra, quienes en cierto número prefieren no recordar ni hablar acerca de los acontecimientos que desmantelaron al mundo, mientras otros, en cambio, ya no recuerdan porque la caminata de los años ha borrado el registro de los episodios que presenciaron, de manera que sus imágenes se perdieron en las corrientes y en las profundidades de la desmemoria. Muchos ya no están. Partieron con sus anécdotas y secretos inconfesables. Llevaron consigo, a otras fronteras, sus anhelos, esperanzas, sueños, dolores, alegrías, miedos y tristezas.

Antes del Coronavirus, denominado COVID 19, creado en laboratorios y distribuido estratégicamente en diversas regiones del planeta -la otra guerra mundial-, tuve oportunidad de conversar con mi amiga Rosemarie Schade, a quien admiro, respeto y aprecio mucho, acerca de su historia, como niña de guerra, durante el segundo conflicto armado a nivel mundial, en el intenso e inolvidable siglo XX. Discurrían, entonces, los días de 2019.

Fue en 2020 -el 27 de agosto, si hay que ser precisos-, cuando publiqué, en este espacio, el artículo Mujeres de siempre: Rosemarie Schade, de niña de guerra a dama de viajes y de bien a la gente, el cual fortaleció más nuestra amistad e influyó en nuestras pláticas. Un día inesperado, recibí su correo, desde Colonia, Alemania, en el que expresó que dos personas, en Europa, se interesaban en redactar su historia como niña de guerra; sin embargo, por la amistad y la confianza que le inspiraba como escritor y periodista, deseaba que yo fuera autor de un libro sobre lo que vivieron ella y su familia, incluido su esposo, Werner Schade, en otra región de Alemania, durante el estallido mundial.

Evidentemente, tras leer su correo, le contesté con una afirmación. Y así, tan admirable y respetable mujer que habla varios idiomas, incluido el Español, me compartió, a partir de entonces, narraciones sobre el tema y copias de fotografías y documentos. Todo me pareció demasiado interesante desde el inicio.

A veces, Rosemarie Schade me escribía en Alemán y yo traducía los textos, labor que realizaba con alegría y emoción porque en cada palabra y línea descubría una historia apasionante, con sus luces y sombras, como es la vida en este mundo. Así aprendí a conocer a Rosemarie y a su familia.

Quiero destacar que su hermana mayor -Lore-, la del carácter firme, la sonrisa permanente y el deseo de apoyar a los demás-, quien lamentablemente pasó por la transición hace algunos meses, tenía la idea, hace años, de escribir un libro sobre las experiencias que ella y su familia vivieron durante la Segunda Guerra Mundial; sin embargo, no le fue posible hacerlo ante la caminata impostergable del tiempo que no tiene apegos. Dejó a Rosemarie la encomienda de hacerlo.

Confieso que, tras mucho conocer las experiencias de las familias Heine y Schade, me identifiqué con ellos. Les tengo cariño y respeto. Son personas admirables que demostraron, a pesar de lo desgarrador de la Segunda Guerra Mundial, que los seres humanos, en masculino y en femenino, tienen capacidad de restaurarse, luchar, enfrentar las adversidades y transformarse en personas ejemplares y grandiosas. Rosemarie y su esposo Werner Schade, junto con Lore y Bernd Heine, se han caracterizado por ser gente honesta, buena y productiva. Personas de bien, como suele decirse de los seres humanos educados y buenos.

Por diversos motivos personales, en una época tan desgarradora como fue la del Coronavirus, tardé más de lo habitual en escribir Fuimos niños de guerra, libro que se encuentra en el proceso final de impresión por parte de Editorial Resistencia, con sede en la Ciudad de México, urbe desde la que mandaré ejemplares a Rosemarie y a Werner Schade con la idea de que los difundan en Alemania.

Rosemarie Schade, quien es una mujer extraordinaria, con admirable sensibilidad y talento, me comentó hace tiempo que le interesa traducir la obra a la lengua alemana con la intención de que mayor número de personas, en aquella nación europea, tengan oportunidad de conocer la historia y las experiencias de los niños de guerra durante la segunda contienda mundial.

Otra idea, al escribir y publicar Fuimos niños de guerra, es que las generaciones jóvenes de la hora contemporánea tengan oportunidad de conocer una historia real y que les sirva de ejemplo y motivación para enfrentar las adversidades y los retos, prepararse correctamente y dejar huellas positivas, nobles y grandiosas en el mundo, como lo han hecho Rosemarie y su familia.

Este es el primero de varios artículos que, como escritor, quiero publicar sobre la obra Fuimos niños de guerra, libro que deseo, con mucha ilusión, en primer término, que Rosemarie, Werner, Bernd y toda su apreciable familia lleven hasta la tumba de la inolvidable y querida Lore, quien, indudablemente, volverá a regalarnos una sonrisa desde el plano donde se encuentra.

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Una conexión mágica en el arte

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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En el arte, existe una conexión mágica, un encanto misterioso y encantador, una correspondencia etérea entre las manos que deslizan el bolígrafo sobre el papel u oprimen teclas con la intención de trazar letras, palabras cargadas de inspiración, sentimientos e ideas, y las que mueven los pinceles y dejan los colores en el lienzo para reproducir fantasías, sueños, realidades y vida. Esas manos son, igualmente, las que deslizan los arcos sobre las cuerdas de los violines y los violonchelos y las que oprimen las teclas de los pianos o cualquier instrumento para, finalmente, darles sentido prodigioso a los sonidos y a los silencios y transmitir las notas de la finitud y la inmortalidad. Son las que dan forma a los materiales yertos. Las manos, en el arte, siguen la ruta de la creación y participan también en un proceso noble, prodigioso y sublime.

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