Simplemente, educación

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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A mi madre, la gente le llamaba «la señora amable», por su gentileza, educación y valores; a mi padre, quien fue un caballero, las personas lo admiraban y respetaban. Mis hermanos y yo recibimos de ambos uno de los mejores regalos que un hijo puede heredar: amor, educación, valores, amabilidad y respeto.

Vivir en un hogar ejemplar, tanto en la niñez como en la adolescencia y parte de la juventud, es una bendición, una delicia y un encanto. Se trata de un regalo que supera cualquier riqueza material porque una familia bella e íntegra no la compran los tesoros más codiciados en el mundo.

Uno trata de andar por el mundo con la educación que recibió en el hogar, principalmente si es de valores; sin embargo, la crisis surge en cuando se mantiene relación con la gente, en un lugar y en otro, en una época en la que prevalecen la ausencia de bien y de amabilidad y abundan las superficialidades, la estupidez y la vulgaridad. No es fácil ser amable, educado y bien intencionado en ambientes grotescos y hostiles, donde vale más una persona que luce un automóvil lujoso o una billetera repleta de dinero, que un hombre o una mujer que actúa con sencillez y amabilidad.

La ciudad donde vivo actualmente, en algún sitio de la República Mexicana, la gente no es amable. Hay demasiado odio, intolerancia, agresividad, violencia, estupidez, ignorancia y grosería. No es raro que la gente se agreda o se mate por conflictos y por tonterías.

Ayer reflexioné profundamente acerca de las personas educadas, con principios y respetuosas que coexistían en la ciudad donde nací y que traté durante mis años infantiles, de adolescencia y juveniles, indudablemente porque tuve una discusión con la empleada de una tienda de conveniencia, llamada Oxxo, que la empresa refresquera Coca Cola opera en toda la República Mexicana.

Soy un hombre amable, educado y respetuoso. Quizá no entablo conversaciones con la gente que no conozco, pero jamás falto al respeto; al contrario, trato de ser afable. No obstante, cada vez que entro a esa tienda, la empleada me trata con descortesía y hasta recalca su majadería. No contesta los saludos ni las preguntas sobre determinados productos, expresa molestia si por alguna causa debe realizar una tarea extra, arroja las monedas en el mostrador en vez de entregarlas en las manos y gesticula con enojo, entre otras acciones que ofenden a algunos de los clientes.

Cansado de sus majaderías, ayer le pregunté los motivos de su conducta. Enfureció más de lo que ya estaba cuando me vio y gritó con tal agresividad que creí que me atacaría. Contestó sandeces, como el hecho de por qué me quejaba de sus groserías y que si era majadera conmigo, que soportara su carácter. Resulta que, como cliente habitual, tuve que soportar su agresividad y sus ofensas.

El empleado que estaba a su lado, permaneció callado. Solo miraba. Le pregunté si alguna vez he llegado con grosería a la tienda, y respondió tímidamente que soy amable, tal vez por temor a su enfurecida amiga y compañera. Me fui ante tanta bajeza. Ella gritó sin importarle la presencia y la incomodidad de los clientes.

Medité acerca de la escasez de hombres y mujeres genuinos, con valores, educados, tolerantes y atentos. Realmente es muy difícil coincidir con gente noble. Hemos perdido lo mejor de nosotros, lo que era tan nuestro, la esencia, lo que nos distinguía de las bestias. Pertenecemos a las generaciones que están demostrando su incapacidad para coexistir dignamente en un mundo que se agota por nuestra irresponsabilidad. Gente que por millones hemos producido en serie, con falta de calidad.

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Mi padre, mi madre, regalos del infinito

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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Tus flores y tus plantas quedaron en el jardín que cuidabas con tanto esmero, abandonado y triste desde aquella mañana que saliste de casa para no volver con tu cariño que se desbordaba, tu amabilidad que contagiaba y tu sonrisa que abrazaba, al lado de tus hijos, tus descendientes y la gente que mucho amaste. Todo quedó solo, como, a veces, me siento estas tardes grises y algunas noches desiertas, ante tu ausencia física, a pesar de que te percibo en mi parte etérea, siempre unidas tu alma y la mía, como nuestras manos cuando, juntos, aliviábamos la sed de tu jardín, el paraíso que nos enseñaste a querer porque, asegurabas, cada expresión natural, por minúscula y humilde que parezca, trae suspiros y perfumes de Dios y del infinito. Aquí estamos, junto a tus flores y a tus plantas, nosotros, tus hijos y tus descendientes, con la fragancia de tu recuerdo, el pulso de tu grandeza y la fórmula que eternamente nos mantendrá unidos. Y si tú, nuestra madre, cultivaste amor, sentimientos nobles y acciones buenas, aquí, en el alma de cada uno, percibimos, también, tu cercanía y la esencia de tu ser, padre querido e inolvidable. Miro tus libros, tus anotaciones, tus hazañas, lo que somos y lo que hacías por nosotros, y doy gracias a la vida por tantas bendiciones a tu lado. Fuiste padre y amigo, guía e instructor. Una madrugada, en tu instante postrero, abandonaste la casa, el hogar, cuando parecía que siempre estaríamos cerca y por fin cumpliríamos los sueños que diseñamos un día y tantos más. Me enseñaste las fórmulas de la vida. Me encantó acompañarte desde la infancia y estar contigo. Siempre tenías algo que enseñar. Eras inagotable. Gracias a ambos, a mi padre y a mi madre, por el amor puro e intenso que nos regalaron, por las enseñanzas y los sentimientos buenos que nos inculcaron, por el mundo real y mágico que trajeron consigo, por el esfuerzo que hicieron para beneficio nuestro, por sus sacrificios, por su compañía tan grata, por sus consejos y por los años de convivencia. Nos regalaron el cielo, pedazos de infinito, la eternidad, el paraíso. Nos sentimos agradecidos, bendecidos y muy orgullosos de ustedes. Gracias por regalarnos tantas bendiciones y un trozo del edén en ese hogar y con la familia que pulsan en mi ser, en mi alma. Fue, creo yo, preámbulo de la inmortalidad. Me siento dichoso porque no siempre la gente recibe un regalo como el nuestro. Muchas gracias.

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En la casa de mi abuela paterna

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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En la casa de mi abuela paterna -Clarita, como le llamaba cariñosamente-, existía una calzada angosta entre una construcción y otra, que conducía a un recinto antiguo que siempre permanecía cerrado y a un terreno con un árbol frutal de granada y una jacaranda. El cuartito, como le llamábamos en diminutivo mis hermanos y yo, nos parecía enigmático, cautivaba nuestra atención y despertaba la curiosidad y el interés de explorarlo.

Una y otra vez, a hurtadillas, asomábamos por las rendijas de la puerta de madera o por las dos ventanas pequeñas. Creo que mirábamos más dentro de nuestra imaginación que al interior del cuartito, donde la penumbra envolvía todo lo que, desde hacía años, se encontraba secretamente atesorado.

Mi abuelita Clarita -así, con ese amor y el recuerdo que siempre le he tenido- vivía con mi tía Magdalena, su única hija mujer, hermana de mi padre. Las dos conservaban, en la memoria y en las habitaciones, pedazos del ayer, remembranzas, fragmentos y suspiros de gente y trozos de historias.

Fue tras la muerte de mi abuelita Clarita, cuando mi padre y mi tía Magdalena autorizaron, finalmente, que mis hermanos y yo entráramos al recinto clausurado durante tantos años, con aroma a pasado, a días y años distantes, desde luego con la presencia de alguno de ellos.

Olía a papel y a madera. Había un mueble de puertas corredizas, fabricado por mi padre en sus años juveniles, que albergaba una colección enorme e interesante de libros, tesoro de letras impresas que de inmediato atrapó mi atención. Cada obra formaba parte de la biblioteca familiar que teníamos en nuestra casa. Había libros de arte, cultura, historia y todas las ciencias. Parecía que el conocimiento, la fantasía, el aprendizaje, los sueños, la experiencia se encontraban reunidos en las páginas impresas de las obras y que pronto regresarían al lado de los otros libros, sus compañeros y hermanos de anaqueles durante tantos años.

Próximas a las obras, se encontraban, como piezas de museo, las esculturas de madera que mi padre había elaborado artísticamente, en los años de su juventud, al lado de objetos antiguos, fotografías de nuestros antepasados y hasta el portafolio de madera que perteneció a mi tío Juan, quien falleció durante la adolescencia, el cual, por cierto, todavía contenía sus cuadernos, lápices, tintero y libros. Era el hermano menor de mi padre. Nació el mismo día que yo, el 30 de marzo, pero muchos años antes, igual que mis antepasados Jean y María Antonieta.

Al descubrir el contenido del portafolio de madera -una joya para nuestros días-, mi padre suspiró profundamente y no pudo evitar que algunas lágrimas amargas y silenciosas deslizaran por sus mejillas, mientras nosotros, sus hijos -mis hermanos y yo-, mostrábamos asombro. No había, entonces, celulares ni redes sociales; en consecuencia, éramos auténticos, naturales, y todo nos sorprendía.

Entre la penumbra del recinto que ventilamos al abrir las dos ventanas pequeñas y la puerta, descubrimos en otra área una cantidad impresionante de hormas, molduras y herramientas antiguas para fabricar zapatos, las cuales utilizaron, en la primavera de sus existencias, mi padre y su socio. Tenían una industria de calzado en Coyoacán, en la Ciudad de México.

Había, también, un fonógrafo, discos de 78 revoluciones por minuto y radios con cubiertas de madera y bulbos, fragmentos de otra época. Simbolizaban la música de horas y años lejanos, tiempo que se había marchado igual que un hondo suspiro. Lo increíble es que los aparatos todavía funcionaban y los discos, aunque maltrataban las agujas de las consolas, ofrecían canciones y música que fueron moda en un instante del pasado.

Emocionados, descubrimos juguetes de una infancia ya consumida y extraviada en cierta fecha de antaño, con sus ecos de fantasías e ilusiones y sus pedazos de niñez añorada. Intactos, los experimentos de mi padre, con sus cuadernos en los que abundaban fórmulas y anotaciones, esperaban a que continuara con su invención del Movimiento continuo.

Una familia con historia y un pasado intenso, guarda, en el desván de su memoria o de su casa, pedazos que dan testimonio de su paso por el mundo, fragmentos de su existencia, trozos de vida que quedan y palpitan un día, otro y muchos más. Y así fue con mi padre y sus antecesores.

Fue en aquella habitación antigua donde vimos, asombrados, vajillas de fechas distantes e históricas, quizá con el destello de las reuniones familiares, las fiestas, los días de convivencias, con sus alegrías y tristezas, envueltas en noticias gratas y en desesperanzas, como suele presentarse la comedia humana.

Cajas de madera, juguetes, canicas, libros, cuadernos, herramienta, discos, aparatos, documentos, relojes, vajillas, retratos amarillentos e innumerables piezas que databan de los muchos instantes de antaño, merecían someterse a un proceso de limpieza, orden y resguardo. Y así participamos todos, mientras mi madre y mi tía Magdalena, conversaban en la sala de la casa o preparaban la comida y las bebidas que tanto disfrutábamos.

Los libros se sumaron a la colección de nuestra biblioteca familiar. La mayoría de los otros objetos permanecieron en casa de mi tía Magdalena, hasta que un mal día, en nuestra adolescencia, ella rentó una de las dos casas y los inquilinos, deshonestos, sustrajeron las cosas familiares. Se perdió mucho, pero esa es otra historia.

El cuarto era de adobe. Informaban, quienes vendieron los terrenos a mi abuela, a mi tía y a mi padre, que antiguamente había funcionado como cocina y que ya existía entre el siglo XVIII y el XIX. Por eso, al construir las dos casas, mi padre ordenó conservar la habitación de adobe, a la que llegábamos por la calzada que separaba las dos fincas y conducía, igualmente, a un bello terreno.

Transcurrieron los años. Mi tía vendió las propiedades y se perdieron muchas cosas interesantes, como las docenas de baldosas de piedra negra y roja que mi padre conservaba y que databan de un convento del siglo XVI. Yo era muy joven cuando las reclamé al dueño del lugar, quien había prometido devolverlas y no cumplió. Es parte de la historia y de la gente.

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Tantas historietas falsas y baratas

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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Supe, entonces, que al existir tantas historietas falsas y baratas que presentan como genuinas aquellos que pepenan vidas ajenas y que las suponen verídicas quienes tontamente las escuchan, cada día tendría que ser autor de mi biografía y dejar huellas indelebles, constancia de mi paso por el mundo. Y es que en la comedia de la vida, como lo he comprobado una y otra vez durante mi caminata terrena, abundan los mezquinos, quienes ante la ausencia de una trayectoria grandiosa, ejemplar e interesante, escudriñan biografías ajenas, esculcan y roban, las reconstruyen con suposiciones y malas intenciones, y las pregonan para denigrar a los demás, a sus adversarios, a otros que parecen superiores a ellos; pero también se encuentran, en el escenario y en las butacas, los tontos que las creen y les aplauden. Los primeros son seres humanos astutos y peligrosos por la maldad que intoxica sus sentimientos, acciones, palabras y pensamientos, mientras los segundos, al creer las mentiras que les plantean los cínicos, aduladores y perversos, se transforman en personas riesgosas y poco confiables porque suelen tomar decisiones basadas en comedias baratas y vulgares. Ejemplos, puedo enumerar muchos.

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Fuimos niños de guerra

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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Fuimos niños de guerra es, para mí, un libro muy especial y significativo. Es el octavo libro que escribo y publico en México, junto con otro del que soy coautor en España; sin embargo, se trata de una obra que aprecio demasiado por lo que representa en mi vida y lo que me enseñó durante el tiempo que le dediqué. Fue como una expedición al ayer, un viaje al pasado, a los acontecimientos históricos que convulsionaron a la humanidad entre 1939 y 1945.

Se trata de una obra basada en hechos reales, en la desgarradora historia que, como niños de guerra, vivieron los hermanos Heine -Lore, Bernd y Rosemarie-, hijos de la maestra de párvulos, Gerda Bisler, y del matemático, físico y químico, el profesor Alfred Heine, desde su éxodo, en Prusia Oriental, ante la invasión del ejército rojo, hasta su peregrinar en Europa, y, en Alemania, aunque con más suerte, el pequeño Werner Schade. Fueron niños de guerra, como se les llamó a los menores durante el segundo conflicto bélico global.

Coincido con la sonriente e inolvidable Lore Heine, quien hace algunos años expresaba a su familia que, en la hora contemporánea, sobreviven pocos niños de guerra, quienes en cierto número prefieren no recordar ni hablar acerca de los acontecimientos que desmantelaron al mundo, mientras otros, en cambio, ya no recuerdan porque la caminata de los años ha borrado el registro de los episodios que presenciaron, de manera que sus imágenes se perdieron en las corrientes y en las profundidades de la desmemoria. Muchos ya no están. Partieron con sus anécdotas y secretos inconfesables. Llevaron consigo, a otras fronteras, sus anhelos, esperanzas, sueños, dolores, alegrías, miedos y tristezas.

Antes del Coronavirus, denominado COVID 19, creado en laboratorios y distribuido estratégicamente en diversas regiones del planeta -la otra guerra mundial-, tuve oportunidad de conversar con mi amiga Rosemarie Schade, a quien admiro, respeto y aprecio mucho, acerca de su historia, como niña de guerra, durante el segundo conflicto armado a nivel mundial, en el intenso e inolvidable siglo XX. Discurrían, entonces, los días de 2019.

Fue en 2020 -el 27 de agosto, si hay que ser precisos-, cuando publiqué, en este espacio, el artículo Mujeres de siempre: Rosemarie Schade, de niña de guerra a dama de viajes y de bien a la gente, el cual fortaleció más nuestra amistad e influyó en nuestras pláticas. Un día inesperado, recibí su correo, desde Colonia, Alemania, en el que expresó que dos personas, en Europa, se interesaban en redactar su historia como niña de guerra; sin embargo, por la amistad y la confianza que le inspiraba como escritor y periodista, deseaba que yo fuera autor de un libro sobre lo que vivieron ella y su familia, incluido su esposo, Werner Schade, en otra región de Alemania, durante el estallido mundial.

Evidentemente, tras leer su correo, le contesté con una afirmación. Y así, tan admirable y respetable mujer que habla varios idiomas, incluido el Español, me compartió, a partir de entonces, narraciones sobre el tema y copias de fotografías y documentos. Todo me pareció demasiado interesante desde el inicio.

A veces, Rosemarie Schade me escribía en Alemán y yo traducía los textos, labor que realizaba con alegría y emoción porque en cada palabra y línea descubría una historia apasionante, con sus luces y sombras, como es la vida en este mundo. Así aprendí a conocer a Rosemarie y a su familia.

Quiero destacar que su hermana mayor -Lore-, la del carácter firme, la sonrisa permanente y el deseo de apoyar a los demás-, quien lamentablemente pasó por la transición hace algunos meses, tenía la idea, hace años, de escribir un libro sobre las experiencias que ella y su familia vivieron durante la Segunda Guerra Mundial; sin embargo, no le fue posible hacerlo ante la caminata impostergable del tiempo que no tiene apegos. Dejó a Rosemarie la encomienda de hacerlo.

Confieso que, tras mucho conocer las experiencias de las familias Heine y Schade, me identifiqué con ellos. Les tengo cariño y respeto. Son personas admirables que demostraron, a pesar de lo desgarrador de la Segunda Guerra Mundial, que los seres humanos, en masculino y en femenino, tienen capacidad de restaurarse, luchar, enfrentar las adversidades y transformarse en personas ejemplares y grandiosas. Rosemarie y su esposo Werner Schade, junto con Lore y Bernd Heine, se han caracterizado por ser gente honesta, buena y productiva. Personas de bien, como suele decirse de los seres humanos educados y buenos.

Por diversos motivos personales, en una época tan desgarradora como fue la del Coronavirus, tardé más de lo habitual en escribir Fuimos niños de guerra, libro que se encuentra en el proceso final de impresión por parte de Editorial Resistencia, con sede en la Ciudad de México, urbe desde la que mandaré ejemplares a Rosemarie y a Werner Schade con la idea de que los difundan en Alemania.

Rosemarie Schade, quien es una mujer extraordinaria, con admirable sensibilidad y talento, me comentó hace tiempo que le interesa traducir la obra a la lengua alemana con la intención de que mayor número de personas, en aquella nación europea, tengan oportunidad de conocer la historia y las experiencias de los niños de guerra durante la segunda contienda mundial.

Otra idea, al escribir y publicar Fuimos niños de guerra, es que las generaciones jóvenes de la hora contemporánea tengan oportunidad de conocer una historia real y que les sirva de ejemplo y motivación para enfrentar las adversidades y los retos, prepararse correctamente y dejar huellas positivas, nobles y grandiosas en el mundo, como lo han hecho Rosemarie y su familia.

Este es el primero de varios artículos que, como escritor, quiero publicar sobre la obra Fuimos niños de guerra, libro que deseo, con mucha ilusión, en primer término, que Rosemarie, Werner, Bernd y toda su apreciable familia lleven hasta la tumba de la inolvidable y querida Lore, quien, indudablemente, volverá a regalarnos una sonrisa desde el plano donde se encuentra.

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Una conexión mágica en el arte

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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En el arte, existe una conexión mágica, un encanto misterioso y encantador, una correspondencia etérea entre las manos que deslizan el bolígrafo sobre el papel u oprimen teclas con la intención de trazar letras, palabras cargadas de inspiración, sentimientos e ideas, y las que mueven los pinceles y dejan los colores en el lienzo para reproducir fantasías, sueños, realidades y vida. Esas manos son, igualmente, las que deslizan los arcos sobre las cuerdas de los violines y los violonchelos y las que oprimen las teclas de los pianos o cualquier instrumento para, finalmente, darles sentido prodigioso a los sonidos y a los silencios y transmitir las notas de la finitud y la inmortalidad. Son las que dan forma a los materiales yertos. Las manos, en el arte, siguen la ruta de la creación y participan también en un proceso noble, prodigioso y sublime.

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El arte, en cualquiera de sus expresiones

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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El arte, en cualquiera de sus expresiones, debe surgir de las profundidades del ser, desprenderse de la inspiración, volverse magia y experimentarse verdaderamente para así transmitir emociones reales al público. Cuando es genuino, se vuelve magistral, capaz de conmover a hombres y mujeres, llegar a lo más hondo y sensible de cada uno, enseñar lo que de otra manera no podría explicarse y menos entenderse, y reunir a la gente en un encanto, hasta armonizar a todos y convertirlos en hermanos, uno de los regalos más bellos y sublimes. El arte es talento, sensibilidad, inspiración, encanto, detalles, motivos, razones y sentimientos. Como que eleva al ser y acerca a la inmortalidad. No todos pueden crear arte y menos atraer y cautivar al público, acaso por estar reservado a quienes, por su naturaleza, tienen capacidad de internarse en sí, en lo más inconmensurable de la creación, y traer pedazos de cielo y también de infiernos cuando es necesario. En esta época, en la que prevalecen apariencias, estupideces, fachadas barnizadas, maniquíes pasajeros, robots, masificación, inteligencias carentes de esencia, mercancía fabricada en serie, enajenación y superficialidades, no es sencillo descubrir artistas auténticos, ni tampoco auditorios fieles y sensibles, porque los minutos efímeros de la existencia se dedican a otros apetitos. No obstante, cuando alguien coincide con un escritor, un músico, un pintor, un escultor o un ser dedicado a otras de las ramas de la creación, el talento, la inspiración y la sensibilidad, innegablemente se encuentra frente a un artista, un hombre o una mujer con capacidad de transformar las letras, las notas musicales, los colores y las formas en jardines paradisíacos, en flores perfumadas, en rumores y en silencios del océano, la lluvia y el viento. El arte, insisto, no es baratija producida en serie que se expone y comercializa en un puesto callejero. Acerca a lo profundo, al ser, a las maravillas de la creación y al pulso de la vida y el infinito.

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Y qué queda de los días que pasan

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

¿Y qué queda de los días que pasan? ¿Dónde se encuentran ocultos? ¿Acaso, para no morir, se refugian en la memoria, en los recuerdos, en las añoranzas? ¿O será, tal vez, que se diluyen y sus acontecimientos y detalles se pierden en la amnesia, en la desmemoria, en el olvido? ¿Qué destino tienen aquellos instantes, días y años que miramos transitar, igual que el viento que se siente y no permite que alguien lo atrape? ¿Por qué se van los segundos, cuál es el motivo por el que los minutos se marchan despiadados, qué impulsa a las horas a irse y a no tener apegos? La gente busca aquí y allá, en un sitio y en otro, los días y los años que significaron alegría, ilusiones, éxito y tantos motivos; sin embargo, solo descubren vestigios de su ayer, ruinas, pedazos de sí y de su mundo extinto. Tras mucho buscar, se dan cuenta, por fin, de que el tiempo, la vida y cada instante son irrecuperables. Quien se aferra a encontrarlos para volver a ser feliz y reunirse con la gente que amó, con las personas que ya están ausentes, y recuperar la salud que perdió, la juventud que se extinguió y las cosas que tuvo, se da cuenta, tristemente, de que todo, en el mundo, es pasajero e irrecuperable, y que si bien es cierto que visitar los recuerdos, algunas veces, enseña lecciones, reconforta y resguarda los trozos que justifican las estaciones de la existencia, es perentorio saltar a la realidad, disfrutar el minuto presente, el hoy, antes de que sea demasiado tarde y de que el nombre de uno con sus apellidos queden inscritos en una tumba, al lado de flores marchitas, hojas secas y suspiros tristes. Solo queda, tras los días que pasan, la opción de vivir plenamente, en armonía y con equilibrio, o perderse con los instantes que parten sin despedirse.

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Una de las fórmulas

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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Cuando asisto al teatro y me cautiva un concierto, pienso con emoción que se trata de una de las fórmulas de la vida, una serie de notas que, en armonía y equilibrio, se aman y, juntas y sin perder individualidad, consiguen la maestría, lo excelso, la belleza, lo sublime.

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Las letras que nadie lee

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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Las letras que nadie lee son, parece, hojas secas que se desprenden de los árboles una tarde de viento otoñal y forman alfombras melancólicas y abandonadas que casi pasan desapercibidas, de no ser por sus crujidos al pisarlas los caminantes sin rumbo, las parejas de enamorados, los ancianos que cuentan las horas y los niños que juegan en los parques. Las letras que nadie lee son novelas, cuentos, poemas, relatos e historias que quedaron escritos en un cuaderno, una libreta, un equipo, un papel -nadie lo sabe-, por autores que se sintieron inspirados y trajeron pedazos de cielos, mundos e infiernos para dedicarlos a la gente, a innumerables hombres y mujeres, durante su jornada terrena. Las letras que nadie lee se convierten, al paso de los años, en tesoros sepultados aquí y allá, en fórmulas atrapadas en tumbas escondidas que no son recordadas ni visitadas, ausentes de epitafios y flores. Las letras que nadie lee se descomponen en los sepulcros, en los desiertos, donde gravita el hondo vacío y las gotas diáfanas se evaporan y se pierden irremediablemente. Las letras que nadie lee son expresiones de amor, locuras desbordantes, sentimientos profundos, ideales, sueños, vivencias y pensamientos. Las letras que nadie lee son, creo, notas musicales de un concierto o de una sinfonía, lienzos escritos con colores, formas que dan las palabras. Las letras que nadie lee, envejecen, se arrugan junto con los papeles que la polilla carcome, son eliminados de los equipos. Son viento, lluvia y nieve que llegan y se desvanecen. Las letras que nadie lee, llegaron puntualmente a su cita, a su encuentro, con la tristeza y el desaliento de que los lectores no acudieron. Las letras que nadie lee son teatros vacíos, espacios con butacas ausentes de espectadores, mientras la obra transcurre y camina hacia el desprecio y se precipita al olvido. Las letras que nadie lee, significan manantiales que se funden en la corriente, en ríos que se van para no volver más. En la hora presente, cuando las estupideces, las apariencias, los odios, las codicias, los apetitos insaciables, las tristezas, los enojos y las superficialidades son moda y suelen marcar rutas y tendencias, hasta arrullar mortalmente a las generaciones, las letras del arte son desdeñadas y sustituidas por desfiguraciones del lenguaje, casi siempre ausentes de contenido y de valor. Parecen olvidar los que hoy desprecian el arte de las letras y se entregan a los vacíos que los satisfacen, que mañana, cuando despierten, quizá existan otras modas y tendencias que sin duda destruirán los elementos ficticios e insanos, la obra teatral que alguien, y otros más, les ofrecen como la máxima realización humana. Ya será tarde, entonces, para recuperar las letras que nadie leyó.

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